domingo, 31 de octubre de 2010

Declaración de Chañaral, 2010

Declaración de Chañaral

En el Puerto de Chañaral, a los 28 días de octubre de 2010, los asistentes al XV Encuentro Internacional de Escritores de Chañaral, escritores de Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Estados Unidos, Italia, México, Perú, Venezuela y Uruguay, después de las experiencias compartidas, sentimos que una de las formas de la hermandad latinoamericana se expresa a través de la palabra.

Valoramos esta posibilidad de integración y unidad, y saludamos el esfuerzo de la comunidad de Chañaral y del también escritor Omar Monroy López, y deseamos que se replique en todas partes.

Creemos profundamente que es vital que la comunidad se beneficie tanto como nosotros del intercambio, dada la importancia de este encuentro.

Nos gustaría que se asegurara desde los Estados el financiamiento a partir de valorar el beneficio de toda la región de Atacama.

Como habitantes del continente latinoamericano, creemos que el daño generado por la minería histórica al Borde Costero de Chañaral es gravísimo, y confiamos en que nunca más ocurra en ninguna parte del mundo, y que se sigan buscando formas para que se lo recupere.

Reclamamos una mayor efectividad de los Estados en el control del desarrollo sustentable y la protección al medio ambiente, para que ni Chile ni el resto de los países latinoamericanos padezcan situaciones como éstas y otras que producen las megaexplotaciones, como la minería, los monocultivos, los transgénicos, etc., causantes de un aumento alarmante de cáncer en madres e hijos, silicosis, plombosis y otras enfermedades terribles.

Ante todo esto, como trabajadores de la palabra, creemos que a través de nuestra creación podemos aportar a modificar la realidad y buscar nuevas formas de convivencia en la tolerancia y la responsabilidad.

Siguen firmas.

viernes, 15 de octubre de 2010

Aquí Uruway, por Amir Hamed (La Diaria, 15 de octubre 2010)

A Amanda Berenguer, autora de uno de los mejores poemas de la lengua, “Las nubes magallánicas”, no le gustaba que la llamaran “poetisa”. Solía bromear que, por ser ella petisa, quería que se le dijera, así no más, sin marca de género, “poeta”. En su velatorio, el Ministerio de Cultura pareció entender parcialmente su disgusto y envió una corona de flores proclamándola poetiza.
La ortografía es apenas una tiranía de la lengua, y dice menos sobre la capacidad de expresión que sobre el cumplimiento de ciertas reglas, que son las reglas del Estado. Así, el Imperio Romano se extendía hasta donde se extendiera el latín, en cuyos participios y declinaciones se sostuvo el Dios de Occidente hasta que la Reforma de Lutero imprimió la Biblia en alemán. Las lenguas de imperio suelen ser obsesivas, y también el castellano. Ni bien erradicados los árabes en 1492, el cardenal Nebrija hizo entrega a Isabel la Católica de la primera gramática castellana, que no sólo celebraba la desaparición del árabe del territorio y de todo otro Dios que no fuera el de Roma; también, según advertía Nebrija, sería de extrema utilidad a Cristóbal Colón en su empresa de convertir infieles. De todos modos, Dios y el Estado divorciaron lenguas. La Corona convirtió la gramática en arma de conquista y colonización, al punto de que a los indígenas mexicanos, por siglos, se les inhibía el acceso al castellano, que tramitaba las leyes, reglamentos y sucesiones, y sí se les enseñaba latín, lengua de la liturgia que traducían desde y al náhuatl.
El proceso de secularización, y de entronización del Estado moderno tampoco fue ajeno a la pulcritud del ortógrafo. Así, otro cardenal, Richelieu, consolidando la monarquía francesa, fundó en 1635 la Academia, con la misión de fijar el francés, normativizarlo y homogeneizarlo en todos los súbditos. Su primera tarea, claro está, fue elaborar el diccionario de la Academia, ejemplo que seguiría la Corona española.
Si todo esto es traducido a nuestros días y entorno, debería entenderse que un graffiti en la calle Canelones que reza “arden las hurnas” no es incorrecto en términos expresivos sino apenas en ortográficos. La mala ortografía de un graffitero puede ser entendida como manifestación, consciente o inconsciente, de su rebeldía respecto a los aparatos de reproducción ideológica del Estado, que respiran gramática y preceptiva ortográfica. Ahora bien, ¿qué pensar cuando es el Estado, a través de su Ministerio de Educación y Cultura, el que se pronuncia con semejante imprecisión? ¿Contra qué se está rebelando ese Estado con su corona mortuoria? ¿Está enterrando, con Amanda, a la ortografía? ¿O se está enterrando a sí mismo?
Si se revisan las publicaciones, comunicados, etcétera, tanto del ministerio como de la Dirección de Cultura, se verificará que difunden apasionadas erratas y solecismos, como si quisieran sabotear todo aquello que promueven. Así las cosas, durante el Día del Patrimonio, el ministro de Cultura, Ricardo Ehrlich, salió a bartolear el desaguisado cometido al equivocar, en la publicación oficial del evento, determinadas ciudades en el mapa de nuestro país, depositando las culpas en apuros y encargados de diagramación, en lugar de advertir que una equivocación oficial no puede ser atribuible a particulares: se trata de un error del ministerio, y, por lo tanto, del Estado, que como tal debe asumirlo. Cuando el país empieza a borrar sus ciudades, mapas y mejores poetas está a punto de convertirse en otra cosa, en algo así como el Uruway, o en el You are gay que patrocina el globo terráqueo de Bart Simpson. A fin de cuentas, la emancipación derrochó sangre para que escribiéramos el nombre como Uruguay y no como Uruguai, según estila el portugués.
En última instancia, estamos siendo atacados por una descomunal dejadez editorial, advertible, por ejemplo, en las ediciones de apuro que sacan ciertas multinacionales castellanas del libro que, no contentas con agredir consuetudinariamente los textos en base a traducciones imposibles, ahora, a fuerza de erratas y desprolijidades, dejan irreconocibles títulos alguna vez consargados. Abrir en la reciente Feria del Libro títulos de Cortázar o Nietzsche, por ejemplo, era como abrir atroces cajones de erratas. Y a propósito de esa feria, la errata se ha convertido en mal viral. No sólo las editoriales nacionales incurren en fieros gazapos; la Cámara del Libro distribuyó un programa en el cual los nombres de los escritores figuran, cuando figuran, pervertidos. Es obvio que, en lo relativo a nombres propios, los correctores automáticos de Word no han aprendido a ejercer su magisterio; en esos casos cumple a quien redacta, a quien edita, a quien imprime, revisar de quién se trata esa anomalía ortográfica, el autor. Pero como parece que de momento a nadie debiera importar ni el nombre ni siquiera la profesión del autor, cautelarmente descansa en pas, kerida Hamanda.

El último minero, por Martín Granovsky

Se paró frente al presidente Sebastián Piñera y, de jefe a jefe, le dijo: “Espero que esto nunca vuelva a ocurrir”. Y también: “Estoy orgulloso de vivir en este país”. Después, Luis Urzúa se abrazó con Piñera, abrazó fuerte al ingeniero Andrés Sougarret, de la Corporación del Cobre, abrazó muy fuerte a su hijo, habló con ellos y con otros y rompió el protocolo médico. Nada de camilla. Nada de apuro. Terminó de pie cantando ese himno que pone a Chile como “tumba de los libres” o como “asilo contra la opresión”.
Si fuera por la vida de Urzúa según la contó para el diario El Mundo de España el periodista Jorge Barreno, hasta anoche su país fue más tumba que asilo. Su padre era dirigente sindical del Partido Comunista. Está desaparecido desde el comienzo de la dictadura de Augusto Pinochet, que el 11 de septiembre de 1973 derrocó a Salvador Allende. Su padrastro, Benito Tapia, era dirigente sindical de los mineros del cobre y miembro del Comité Central de las Juventudes Socialistas. En octubre de 1973 lo asesinaron en el cementerio de Copiapó y lo enterraron en una fosa común sin ataúd junto a dos compañeros. Fue una de las víctimas de la Caravana de la Muerte, el escuadrón de exterminio que partió de Santiago en helicóptero al mando del general Sergio Arellano Stark y fue matando selectivamente a dirigentes sociales y funcionarios de Allende. Tapia tenía 32 años. Luis Urzúa, 17.
Luis, a quien los asesores de la NASA caracterizaron como “un líder natural”, tiene 54 años y es minero desde 1979. Era el más experimentado de los 33 mineros que quedaron bajo tierra, fue quien los organizó desde el derrumbe y quien resolvió, como lo narró con elegancia a Piñera, “administrar las provisiones”. También contó que lo primero que se preguntaron, cuando las piedras taparon el fondo de socavón, fue qué habría pasado con los demás. Se habían salvado, pero ellos lo ignoraban. Estaban bajo un mar de polvo que tardó tres horas en disiparse. Y además, con razón, no confiaban en los propietarios. “Cuando escuchamos ruido, unos días después, pensamos que estaban trabajando en la mina”, contó Luis. Es decir, imaginaron que no buscaban mineros vivos sino más cobre justo ahora, cuando el mineral que Allende llamaba “el sueldo de Chile” alcanzó su precio internacional más alto en los últimos cincuenta años.
La historia no es una línea recta. Allende nacionalizó la gran minería del cobre (no la San José, que en Chile es considerada minería mediana) en 1971. Designó al frente de la empresa estatal Codelco a uno de sus asesores jóvenes, Jorge Arrate. La nacionalización aceleró el golpe. Pinochet dio marcha atrás con buena parte de las decisiones económicas de Allende, pero no reprivatizó el cobre, que siguió asegurando divisas a Chile y financiamiento a las Fuerzas Armadas. Lo estableció una cláusula por ley. Codelco siguió formando cuadros técnicos y transmitiendo oficios y saberes y durante los últimos dos meses organizó con éxito el rescate que el sector privado chileno era incapaz de afrontar. Ahí abajo, a 622 metros de la superficie seca de Atacama, un hijo de víctimas de la dictadura escribió un día un papelito informando que los 33 estaban vivos y organizó la rutina cotidiana sin dejar de alertarse cuando decaía la moral del grupo.
Nelly Iribarren, su madre de 78 años, relató que “yo me imaginaba cómo mi negro debía estar dando vueltas por el refugio pasando lista a sus compañeros, racionando la comida y entregándoles labores, porque él es así, mandón pero ordenado”. Describió a Urzúa como “muy disciplinado” y dijo que “en la casa era el que llevaba la batuta entre sus seis hermanos”.
Sociedad con tradición autoritaria, que a veces parece fragmentada en castas, Chile no trató bien a sus trabajadores y se ensañó con ellos –con su vida, con sus organizaciones, con su salario, con sus condiciones de trabajo– desde 1973.
Para un minero no es novedad la vida de otro. Mario Castillo, dirigente de los estatales de Río Turbio, recordaba ayer que cuando él empezó en el oficio todavía largaban un pajarito a las galerías. “Si vivía es que había oxígeno sufriente”, dijo. “O prendíamos una llama y veíamos el color para darnos cuenta de si había gases peligrosos en el ambiente”, dijo también. En junio de 2004 murieron en Río Turbio 14 trabajadores. La empresa que había sido concesionaria hasta 2002 perteneciente a Sergio Taselli, deslindó responsabilidades. “La seguridad mejoró después del accidente”, dijo Castillo.
Según la OIT, que encabeza el chileno Juan Somavía, existe constancia de que más de dos millones de personas mueren por año en el mundo por causa directa de sus condiciones de empleo o por enfermedades contraídas en él. Nadie puede decir seriamente que la simple exposición de un problema a mil millones de personas a la vez, en transmisión desde Copiapó, dejará ese problema resuelto. Pero si la política y la acción sindical se sumaran con eficacia a la exposición pública contarían a su favor con un dato evidente: el rescate que terminó anoche hizo más visible para el mundo cómo es la vida de un minero y qué riesgos corre cuando aumenta la desproporción entre la rentabilidad empresaria y la seguridad de los trabajadores.
Por eso Luis Urzúa, el minero 33, el último del grupo que dejó el socavón, el último al que le gritaron “Chichichi/lelele/ Minerosdechile”, se merece un buen pisco.

jueves, 14 de octubre de 2010

Círculo vicioso

Es así: uno se sorprende de la falta de vocabulario de buena parte de los más jóvenes; e invariablemente vuelve a la misma explicación: el vocabulario se adquiere con los años (a lo largo de los años) a través de la práctica de la lectura. En la medida en que promedialmente los jóvenes leen bastante poco (en algunos casos: nada), la solución al problema del vocabulario y la sintaxis no parece posible. Podría, sin embargo, hacerse lo siguiente: que cada objeto del mundo real tuviera adherido un cartelito con el nombre: arquitrabe, aljibe, resquicio, mastín, gentilhombre, etc. Esto soluciona el universo de ciertos sustantivos (los visibles reales), pero deja afuera los verbos, los adjetivos y las preposiciones. Podrían hacerse igualmente campañas de alfabetización: tomar fotografías y agregar el texto correspondiente con una flecha que vinculara lo que se ve con su correspondiente expresión verbal. Porque pretender que se lea parece una utopía. Y no son los jóvenes los "culpables" de no leer, sino los padres y los maestros, en primaria y en secundaria. A eso se suma lo paupérrimo de la expresión de la prensa nacional (con honradas excepciones) que tampoco ayuda a paliar el problema (sin tomar en cuenta que tampoco es una gran mayoría la que lee prensa). De otro modo podemos olvidarnos de la utilidad de un vocabulario rico en sinónimos y matices, y hablar con cada vez menos palabras, de modo que en el caso de los sentimientos, por ejemplo, sólo existan el "amor" y el "odio", y nada de expresiones como ternura, amabilidad, ira, susceptibilidad, displicencia, furia, encono, etc.
Cabe la pregunta, también, de cómo será una literatura con vocabulario escaso. ¿Interesante o llena de lugares comunes?