lunes, 28 de enero de 2013

el romanticismo y la excursión a la suiza sajona, enero 2013

para kant, el espectador percibe el gozo o la sensación de "lo bello" al tomar conciencia de que en la naturaleza (o en el objeto representado) existen un orden, un sentido, y de allí surge la noción de que esa naturaleza (o el objeto) tendría un objetivo (una intención).

cuando hegel anuncia el fin del arte, no se refiere a que ya no hay arte, sino a que aquella cosa que tenía, que ante la visión de una madonna, el espectador naturalmente sentía la necesidad de hincarse, dejó de existir. el arte ya no sería más la expresión de lo absoluto. sin embargo, a veces uno vuelve a sentir que es el arte la manera en que puede percibirse, aprehenderse, experimentarse esa totalidad que uno intuye es absoluta.  el portento de la naturaleza -no la belleza de un paisaje, sino la brutalidad de su presencia que se impone más allá de toda elección- es aquello que quita el aliento, y hace nacer el deseo de abrazar y dejarse abrazar por esa fuerza.

es lo que se siente -al menos así lo sentí- cuando se recorre una parte de la región conocida como la suiza sajona. se trata de una región ubicada en la parte más oriental del estado de sajonia, al sureste de dresden, al que partimos en excursión una mañana helada y soleada de fines de enero. la denominación de la región se debe a dos artistas suizos, quienes, en el siglo XVIII, después de recorrerla, recordaron a su país natal. la zona montañosa, que crece al pie del río elba, da una formación vertical, con picos cuadrados, profundas gargantas y bosques en las partes más altas. estamos en la formación natural llamada bastei (bastión, en español), y a lo lejos se ve la fortaleza de königstein, donde alguna vez estuvo detenido el señor bakunin.

en pleno invierno, la belleza se manifiesta en el contraste de la piedra marrón oscuro y la nieve blanca que encandila. y se vuelve una escenografía magnífica cuando el sol aparece por el este y se refleja con fuerza en las paredes nevadas.

uno de los pintores más representativos del romanticismo alemán, caspar david friedrich (que murió en dresden en 1840) retrató como ninguno algunas de estas formaciones montañosas. sus cuadros, que pincelan la naturaleza como si fuera un ser vivo y autónomo, sin embargo, corrigen, aquí y allá alguna cosa. pero, parada delante de ellos en el museo albertinum, y después, en medio de los paisajes originales, en el frío ventoso de la altura, la sensación de magnificencia es la misma.

la belleza de la pintura y la del original son dos bellezas diferentes; ambas se perciben por los sentidos; delante del cuadro, la mente y el espíritu divagan, en la tibieza del enorme salón del museo, e imaginan toda suerte de relatos fantásticos. es fácil representarse un ser mitológico, o el rumor de un arroyo que discurre por las laderas, o el lamento de un espíritu atormentado.
delante del modelo original, en medio del paisaje, con la nieve de diez centímetros, la ventisca que la hace escupir por una de las gargantas, y las ramas altas y nevadas de un pino que encuadra una de las curvas del río elba, la sensación es otra. aquí y allá hay rastros de una antigua tribu de germanos (?) del siglo II d.N.E. , que tallaron escalones en la roca escarpada y construyeron una catapulta para defenderse de los enemigos. se plantea la pregunta de cómo llegaron a instalarse aquí, en un sitio tan agreste y de difícil acceso, y qué enemigos podrían querer conquistar estas rocas afiladas entre las que no es fácil imaginar una choza o un sitio donde protegerse.

el camino discurre de un pico al otro, con escalones, senderos y puentes sobre la altura, y para quien sienta vértigo lo mejor es mirar el horizonte y olvidarse de que bajo los pies no hay nada. pero eso hace que precisamente la vista del horizonte, con sombras de bosques lejanos y otras formaciones rocosas en brumas se convierta en otro paisaje más, del que ya no se sabe si es real o pintado.

luego del descenso, se sigue un sendero que bordea un arroyo que se convierte en estanque congelado, rodeado de un bosque de pinos y otros árboles desnudos. espera uno ver aparecer un hada, un duende o un gnomo. dicen que más al este se filmaron partes del señor de los anillos y no es de extrañar. luego el sendero se convierte en la escalera más larga del mundo. escalones y escalones entre las formaciones rocosas, que crecen verticales y a veces ocultan las luz del sol, y allí las cascadas se han congelado y se han convertido en carámbanos, transparentes algunos, otros amarillentos, seguramente debido a los minerales de la tierra. qué pasaría si uno se perdiera aquí? no hay cómo saber dónde están el norte o el sur; el blanco de la nieve hace que todo sea idéntico, y un árbol y una piedra se parecen a todos los demás. el silencio se rompe sólo si se pisa una rama, o si se hace crujir el hielo y se corre el riesgo de un serio resbalón. más allá de eso, ni siquiera un cuervo planea ni hay otra cosa que nosotros caminando. parece que el tiempo se hubiera detenido. esto podría ser en cualquier época. por aquí se peleó también en la guerra de los treinta años, y una zona se conoce como "los agujeros de los suecos", porque era en esos agujeros donde se escondían. es difícil imaginar esta nieve cubierta de huellas de botas militares, estos bosques pacíficos albergar el estruendo de los fusiles y las escopetas, los gritos de los heridos, las órdenes desordenadas de los sargentos.

los cuadros de caspar david friedrich también son silenciosos, y es algo en lo que por primera vez reparo: algunos cuadros están inmersos en el silencio o de ellos surge la ausencia de sonidos. qué sensibilidad la del artista para retratar lo sublime de un paisaje, y dejar que ese paisaje suene por sí mismo. y qué sensibilidad la de la naturaleza, que sin intención alguna -una reverencia al señor kant- da toda la impresión de haber querer sido perfecta e indomable.



 

jueves, 17 de enero de 2013

siem reap, enero 2013, escuela de artesanos

quiero ir al street market (para distinguirlo del central market, que es una especie de shopping mall únicamente con productos locales: ropas, telas, joyas, especies, tés, jabones y souvenirs), pero el conductor me propone ir a la escuela de artesanos, que queda no demasiado lejos y, según él, vale la pena verla, para después comprender un poco mejor lo que se vende en los mercados. ¿por qué no? y "porque se puede", como diría junior, así que el conductor hace una maniobra en u, sortea a los otros conductores, y se mete por los callejones, algunos tan angostos que hay atascos: un camioncito impide el paso, y por un costado, casi montado contra un muro, un tuk-tuk se salta el obstáculo. mi conductor es menos arriesgado, y espera. todos esperan, pero nadie se altera. minutos después, la circulación es la de antes. un par de callejones más, a la izquierda, a la derecha y de pronto un jardín, un vergel de magnolias y orquídeas, palmeras y bananos, y esculturas en piedra. una suerte de recepción al aire libre donde me ponen una tarjeta de "visitante", y un guía vestido con una camiseta violeta dice que me va a explicar todo. el conductor espera a la sombra. otros ya han tendido las hamaquitas tejidas, que cuelgan bajo el techo del tuk-tuk y dormitan.

este centro de formación de artesanos fue fundado por el ministro de educación en 1992, y durante algunos años tuvo el apoyo de la unión europea. es una organización sin fines de lucro, que desde hace tres años se autosustenta. su objetivo es capacitar a jóvenes de entre 18 y 25 años, que vienen de provincias alejadas y pertenecen a familias de escasísimos recursos. la capacitación dura seis meses y cuando finaliza, no sólo salen preparados para trabajar y producir, sino que regresan a sus pueblos de origen. aquí se dictan las clases y se produce -manualmente- cada una de las cosas que vi en los mercados: artesanía de tallado en piedra, madera, pintura en seda, artesanías de cobre con cubierta de dos baños de plata y otros cuadros en laca. me lleva de un taller al otro. dice que las mujeres mayormente eligen la pintura en seda o el trabajo en laca; los varones, la piedra o la madera o el metal (quienes se dedican al género podrán explicar por qué es esto). me aclara que las mujeres que voy a ver pintando telas son sordomudas, y que las clases se dan en lenguaje de señas. están inclinadas sobre los cuadros y pintan con unos pincelitos tan finos que parecen de un sólo pelo. es que los trazos son milimétricos, y la combinación de la mano delicada, el pincel y la pintura de oro es un cuadro en sí mismo. copian de un modelo que puede ser un paisaje tradicional, un motivo religioso, una danza apsara. en otra habitación, se pintan cuadros de un poco más de un metro de altura o de ancho, y se va armando por partes, como si fueran baldosas o un rompecabezas que se organiza. la pintura de seda me resulta más sugestiva. los talleres son abiertos y muy luminosos; y llegamos a uno que está enteramente cerrado por cristales y el guía me explica que aquí se termina el proceso de laqueado; no puede haber ni una mácula de polvo, porque quedaría adherido a la laca y arruinaría el trabajo. sonríe: aquí trabajan con aire acondicionado. todos, mujeres y varones, llevan cubrebocas, y algunas mujeres, guantes.
el taller de tallado en piedra es amplio; en la entrada hay bloques de los distintos tipos de roca, pero al tacto, en bruto, son de una suavidad tibia. ¿cómo puede ser una roca tibia? de color rosado, o rojo, o amarronado o amarillento o gris, las piedras tienen iris en su interior, y parecen estar vivas.
adentro hay un conjunto de varones empeñados delante de los distintos modelos. el guía dice que se hacen sus propias herramientas, en algunos casos unos cinceles delgados y muy chicos, para tallar los detalles casi minimalistas del sombrerito de los budas; las colas de los elefantes; el trajecito elegante del rey mono, o los mandalas en las manos del buda de la paz y la compasión. otros tallan en madera, y hay distintos tipos. algunas tallas se hacen en una sola pieza de una madera muy liviana; otras, cuando son más grandes, se van armando. en todo caso, ahora sé que el krishna delicado que tengo  fue hecho a mano. en algunos casos, los trabajos más complejos llevan tres meses hasta que están terminados. y hay una sala de control de calidad, en la que los maestros revisan cada pieza antes de darla por buena. la visita culmina con fotografías de la última inundación, en la que sólo se salvaron las piezas de piedra, y da paso al museíto-tienda. si uno pudiera, compraría casi todo, y después un container para enviarlo. pero no es posible.
entonces vamos al mercado. y miro cada cosa con otros ojos y me doy cuenta de que, a diferencia de los mercados que visité en beijing, acá no hay objetos de plástico ni nada que diga "made in china", algo en lo que no había reparado en días anteriores. no regatear es imposible, y por más que uno diga que no está regateando, que simplemente mira y no va a comprar nada, para la vendedora eso ya es regateo y el precio baja y baja, y con cada no baja más, hasta menos de la mitad del precio inicial. ¿cómo decir que no a esa altura de la negociación involuntaria? después recuerdo lo que me explicó hace años liu yan jun, la primera vez que fui a un mercado y vi regatear a la gente: ningún comerciante baja el precio más allá de que deje de representar una ganancia. así que el límite, siempre, lo pone él y no tú. no te preocupes por seguir insistiendo en que es caro. no será nunca injusto para el vendedor. y creo que tenía razón. la vendedora se queja un poco, dice que le caigo simpática y que por eso me deja el collar a un precio tan extraordinariamente barato. me hace gracia, porque lo he oído antes y seguramente forme parte del repertorio. pero no deja de ser gentil.

después decido que nada de tuk-tuk, que simplemente voy a caminar a ver adónde me llevan los pasos. y no está nada mal. hay un río y una ribera, algunos puentes, tenderetes y varios cafés. uno en particular me llama la atención porque la sala principal está de un lado de la calle y una terraza cruzándola, sobre el río, con sillitas de rattan bajo sombrillas doradas con flecos y bordados, y una enorme magnolia que da una sombra agradable (hace calor y aunque es temprano el sol ya es un fuego) y helechos y palmeras y bananos que de alguna forma disminuyen el ruido de las motos y los tuk-tuks. me siento frente al río, y veo un árbol de cuyas ramas crecen raíces que parecen los cabellos ondulados de una mujer, y de las que cuelgan unas cintas azules, doradas, rojas, con las letras khmer. más allá, las cúpulas de algunas pagodas y un templo. en el río se refleja el cielo y uno de los puentes, que es blanco. uno podría quedarse aquí, porque parece que el tiempo se queda estancado. y entonces me doy cuenta de que no he visto un solo cartel de coca-cola.

los pasos después siguen rumbo a una avenida en la que hay toda clase de tiendas, supermercados, bancos, peluquerías, restaurancitos y restauranes,  y cosas. una mujer occidental, con un pañuelo en la cabeza y un sombrero de paja, que me recuerda a una viajera de principios de siglo, me aborda y me pregunta si soy inglesa. le digo que no, pero que hablo inglés, si la puedo ayudar en algo. me pregunta si sé dónde queda la oficina de correos, y le digo que sí. me mira asombrada. agrego que si me da un segundo, le doy la dirección, pero que creo que queda muy cerca, a dos o tres cuadras (unos siete minutos, diría steph, y junior quizá agregaría que podrían llegar a ser unos 3 grados). saco mi libreta de apuntes, aquí está: la avenida pokambor, dos cuadras hacia el río, paralela a la avenida en la que estamos. "amazing", dice la inglesa, encantada, "así  nomás, anotado en un cuadernito". adónde voy, me pregunta. vuelvo al hotel, le digo, pero ahora estoy un poco perdida. quiere saber si deseo que me acompañe a encontrar el hotel, y le respondo que no, que no me importa estar perdida, que ya veré cómo lo encuentro. nos despedimos. aquí uno le desea al otro buena suerte (y no un buen día) y eso hago. es flaca, como si fuera maggie smith en una película.

en alguna parte estará el hotel, pero gracias a la ignorancia, llego al palacio real, donde están los listones del luto por el rey fallecido, y los cuadros enormes del rey, la reina y el heredero. hay algunos guardias, pero no demasiados. no hay aceras. pero ya aprendí a esquivar motos y tuk-tuks, a cruzar la calle sin pensarlo dos veces y viendo cómo mágicamente todo se ordena, y encuentro una galería de fotos en la que hay una exposición de alguien llamado  john mcdermott (un fotógrafo norteamericano que se dedicó a recorrer asia  y antes trabajó para hollywood, tiene un sitio en internet, es interesante). son fotos en blanco y negro, algunas en sepia, curiosamente, de angkor wat y de bayon. para mi sorpresa, una es de una monja que vi ayer, exactamente la misma. una mujer mayor, con un rostro cuarteado y sonrisa suave, enteramente vestida de blanco, celando una estatua de un buda, con flores e incienso. algo en su rostro me llamó mucho la atención y ver su retrato ahora resulta una coincidencia rara. después decido irme, sobre todo porque reconozco el gangoso y prepotente español porteño, por segunda vez, siempre quejándose y diciendo que las cosas no son buenas. por suerte, me olvido rápidamente de la vergüenza ajena, porque delante de la puerta de cristal, algo me retiene. sobre una mesa negra, en un plato, una flor de loto con los pétalos entrelazados de un modo que la convierte en los labios de una joven, y la corola blanca y dorada que parece que descansara entre el rosado de los pétalos. le pregunto a la joven que atiende quién lo hizo y dice que el equipo que trabaja en la galería y ella también y le pido permiso para sacar una fotografía. sonríe sorprendida. quizá le parezca lo más natural del mundo entrelazar los pétalos de una flor de loto. a la salida, en un estanque, hay otra igual, pero que flota y se mueve con una corriente que produce un hilo de agua que sale de una piedra negra. me gustaría llevarme la flor conmigo.

civilización khmer: angkor wat, bayon, angkor tom, ta prohm

se trata de la ciudad de angkor thom y los templos a su alrededor, construidos alrededor del año 1070, en sucesivos reinos. mientras la europa occidental se desangraba en las cruzadas, aquí reinaba suryavarman II, que unificó camboya y extendió la influencia khmer a malasia y burma (hoy myanmar, vaya nombre de balneario uruguayo). y es el responsable de la construcción de angkor wat. que representó el uso de todos los recursos, la sobreutilización del sistema hidráulico; por si fuera poco, en la campaña contra dai viet (hoy vietnam, digamos) murió en una batalla. sin embargo, su legado es impresionante. la historia es larga, y quien se interese realmente por ella, encontrará recursos. vale la pena destacar el reinado de jayavarman VII (1181-1219), que abandonó el culto hindú a shiva y a vishnu y adoptó el budismo mahayana y al bodhisattva de la compasión, como protector de su reino. quizá por eso, la mayoría de las esculturas en los muros, las estatuas en los pequeños recintos de los templos, y los rostros impresionantes de bayon representen el del buda, del cual uno no termina de saber si sonríe o no, con los ojos siempre entrecerrados.
en todo caso, aquí se desarrolló una majestuosa civilización, y lo que queda de ella hoy, cuyas edificaciones han sido reconstruidos con el aporte de distintos países del mundo, es muestra de ello.
parece tonto hacer mención de cosas cuyas fotografías y documentales están al alcance de todos; sin embargo, la impresión, el impacto, el atisbo de lo que deben de haber sido los ingenieros y arquitectos de la época no deja de ser un golpe fuerte. supongo que todas las civilizaciones que marcan la historia de alguna manera, cuando se las visita siglos después, conmocionan del mismo modo. hacen parecer ridículos, en cierto modo, nuestros edificios de tantos pisos.

un lugar da paso a otro, a varios kilómetros de distancia. el calor es agobiante, el sol está encantado de calcinarnos a todos; los conductores, pacientes, atan sus hamaquitas en los techos de los tuk-tuks y esperan las tantas horas que demora cada trayecto por los templos. hay monos tití, elefantes que llevan gente -pobres bichos, piensa uno, mientras se bambolean y ya no llevan príncipes ni princesas, y la trompa se arrastra por un sendero de tierra, completamente limpio: en ninguna parte se puede fumar ni se puede comer. se caminan varios kilómetros, y siempre hay un muro que da paso a una entrada majestuosa, algunos comidos por los árboles centenarios, cuyas raíces parecen talladas en las piedras; los estanques relucen a la luz del sol, y los lotos están florecidos de color púrpura y dorado. entre los árboles se levanta el viento, y hay un aleteo súbito y una inquietud de pájaros y otros animales que no se ven. quizá los estamos incomodando.
he descubierto un buen sistema para evitar el enjambre de turistas japoneses -que hablan a los gritos e impiden el paso de quienes van de a uno y sin guía, porque son muchos y desordenados, vaya japón-; los coreanos, los chinos y los rusos (pocos occidentales del lado de acá). basta con ver que la muchedumbre se dirige a la izquierda, para doblar a la derecha; basta que la muchedumbre suba las escaleras, para bajarlas; basta con que se amontonen delante de una estatua sin cabeza o de una linga, para salir a un patio. así se respira y se tiene una vista más bella. imagino, durante un momento, las fotografías de muchos de ellos: sombreritos, banderitas, espaldas y piernas.
cada tanto hay budas con ofrendas de incienso. una niña me da un palito y una pulserita roja. pongo el incienso en el tiesto con arena y ella se alegra. después pide dinero, para el buda y para ella. bien, la vida es así. hace hambre. el conductor que me ha traído se llama choung. es joven y bastante circunspecto. siempre lo pierdo y él me encuentra a mí, por suerte, porque hay decenas de tuk-tuks estacionados bajo los árboles, y me resulta difícil distinguir uno de otro. me llama por mi nombre. le pregunto si tiene hambre y dice que sí. en alguna guía leí que es mejor comer en los paradores de los conductores, porque es comida "de verdad", más barata y sabrosa. así que le digo de ir almorzar. es un espacio techado por un toldo, donde además se vende toda clase de cosas: ropas, imanes, budas, sombreros, postales, instrumentos musicales, cestos. me siento en la mesa que me indica la mesera, una joven muy joven, y choung se sienta en otra. le digo que compartamos. no sé si es una metida de pata cultural, quizá sí, pero en todo caso, son notables su decoro y su buena educación. yo pido en inglés; él, en khmer. vaya uno a saber qué es. es joven. tiene 26 años, es de familia campesina, del campo, y es huérfano de padres. su madre murió de fiebres (no sé cuál) y su padre murió poco después por la explosión de una mina. camboya es uno de los países que aún tiene el mayor número de minas activas en el mundo; tanto en tierra como en los ríos. así que lo criaron los abuelos. después se vino a siem reap, y terminó la secundaria (tercero de liceo). su inglés es bueno, da para mantener una conversación razonable. es uno de los problemas, me explicaron, cuando uno habla con los conductores, los camareros o la gente que trabaja en la calle. no hay problemas culturales en hacerlo, pero sí existe el de la incomunicación idiomática. choung trabaja como conductor en una empresa de tuk-tuks y motocicletas (está aquí porque el conductor que me trajo ayer a siem reap no maneja tuk-tuk); ganas 70 dólares mensuales, y comparte una habitación con dos "hermanos" (no son de sangre, dice, pero es como si lo fueran) por la que paga 25 dólares al mes. con el resto debe pagar el resto de lo que sea vivir. le pregunto si tiene familia. sonríe y se alza de hombros: "no money, no honey", responde. pienso en el libro sobre budismo que leí ayer, que no estaba mal, y que dice que los budistas aceptan las vicisitudes de la vida con naturalidad. ¿será este el caso? por las dudas, le pregunto si es budista, y me dice que sí. quizá sea el caso.quiere saber dónde queda uruguay y le hago un mapa espantoso de américa del norte y américa del sur. después ubico a uruguay, tan chiquito que nadie lo conoce. a veces, ni siquiera por el fútbol. así las cosas. me digo que compartir una comida siempre es algo humano, no importan las circunstancias, las diferencias, lo que sea cada uno. él usa cubiertos, yo uso palitos. entonces me da vergüenza y le digo si prefiere que sea al revés. con mucha paciencia -me parece- me explica que ese plato de pescado no se come con palitos. vale.
la última parada debiera ser la más espectacular, la mundialmente famosa ta prohr, gracias a angelina jolie y tomb raider. no sé si me interesa el vínculo; la película se me mezcló con las de indiana jones y más lejanamente con gungadin e incluso con la espantosa serie de la momia o como sea que se llamara. sin embargo, después de recorrerla y disfrutarla -termina, digamos, en un estanque largo y rectangular, en donde flota, indiferente, un único loto florecido, de color blanco- me dan ganas de ver el film de nuevo, porque, sinceramente, no se parece en nada a lo que acabo de ver.

vuelvo sobre mis pasos, los tantísimos ni sé cuántos metros que tiene este templo amurallado, y en el camino se escucha una música tristona, una letanía. entre unos árboles, unos hombres jóvenes tocan los instrumentos típicos (muy parecidos a los chinos; al menos reconozco el sonido del eru). me detengo allí, encantada. de a poco, al fijar la vista en ellos, empiezo a comprender. el cartel está en chino, y brevemente en inglés. pero no se necesita leer para entender: el que toca una especie de tamborcito de sonido seco, no tiene casi brazos; el que toca el eru no tiene piernas; el que hace sonar una especie de xilofón-arpa, tampoco tiene piernas; y otro es ciego.
son víctimas de las minas. la música no sé qué representa, pero es triste y hermosa a la vez. compro, claro que sí, el cd que se exhiba en una mesita discreta. otros que pasan dejan una limosna. son buenos músicos, me parece o quiero creerlo. tanta belleza no podía no tener su otro lado. así parece que es en todas partes.

miércoles, 16 de enero de 2013

viaje por el mekong y entrada a siem reap

es uno de los ríos más largos del mundo, haberlo sabido. eso explica que la travesía, que la expendedora de boletos dice demora cinco horas, termine siendo de siete y media.
el barquito -una barcaza cubierta- comienza a hacer sonar la sirena apurando a los que se han retrasado; hay dos filas de asientos con dos y tres sitios cada una; a mí me toca junto a una ventanilla, al ras del agua, y por suerte nadie tiene el número seis. eso me permite viajar con un poco más de comodidad que la mayoría. los rusos, que son como osos, la pasan relativamente mal; dos camboyanos y dos chinos, diminutos y delgaditos, no se quejan; la mayoría de los pasajeros decide treparse al techito curvo y tomar el sol. una pena, porque no ven el paisaje y quedarán convertidos en cangrejos recién hervidos.

abandona el embarcadero en la ribera del río en phnom penh y cobra velocidad. la salida de la ciudad es como si fuera por carretera. los edificios se convierten en casas de dos pisos que se convierten en casas de un piso que se convierten en casillas. y a medida que eso ocurre, más se puebla el río de barcas con pescadores, que van sentados en cuclillas o de pie, con los sombreros cónicos de hoja de palmera -supongo-, los pantalones de colores vivos, y muchos niños chicos que nos saludan a lo lejos. uno en particular me llama la atención, porque resalta el color de la piel en un trajecito enteramente verde, un verde vegetal, potente. pienso que la niñez se termina cuando un niño deja de saludar a un barco, un autobús o un avión.  viendo a este y devolviéndole el saludo, se me ocurre que de grande será un escritor y que escribirá recuerdos de su infancia. pondrá que a la edad de cinco años iba con su padre de pesca y vio pasar a la barcaza sumbo a siem reap, adonde van los turistas. y que alzó la mano y saludó y una mujer le devolvió el saludo, a lo lejos. no sé por qué, se me metió en la cabeza que será un gran escritor.

el viaje sigue, el barco a veces más cerca de una ribera y a veces más cerca de la otra; otras veces va por la mitad del río, que se ensancha y tiene su corriente fuerte, y toca la sirena cada vez que algún pescador está muy cerca. acompañan a todos montículos de lotos que viajan con la corriente, muy rápidos. dicen que acá hay rápidos, pero no sé si se ven o no. en todo caso, pronto el paisaje cambia. las casas están en la altura de unos palafitos; son techos de palmera y paredes tejidas, una gran superficie, como una terraza techada, en donde cuelgan hamacas. también hay casas-barco, algunas ancladas en la ribera, otras siguiendo el curso del río. hay redes tendidas, hay mujeres pescando, otras desgranando lo que supongo son moluscos. se ven las puntas doradas de algunas pagodas entre las palmeras y los bananos; escaleras de bambú que entran al agua; amarras retorcidas y oscuras; barcos y más barcos, y el ruido del motor y del viento y del río golpeando la embarcación. después, las últimas casas dan paso a una vegetación tupida, selvática, que parece impenetrable, porque las raíces forman como rejas que se meten en el agua. la velocidad del río disminuye, se ensancha, hace meandros; hay afluentes que se meten tierra adentro y vaya uno a saber adónde llegan. de a ratos los pasajeros se excitan, salen a una especie de cubierta, toman fotografías. es la misma babel de siempre, pero concentrada. nos han avisado que no hay comida, sólo agua. algunos han sido precavidos: frutas, sándwiches, cerveza y galletitas locales. otros no llevaron nada. algunos duermen, lo que también es una pena.

tras seis horas de travesía, el río se ensancha de pronto, se pierden de vista las riberas y se convierte en mar. es boeng tonle sap y demoramos casi una hora y media en alcanzar tierra firme. el paisaje es desolador; el agua fuerte y muy marrón y muy de vez en cuando se ven los lotos que van hacia el sur. parece que este mar no fuera a terminarse nunca, y cuando llega al horizonte es como si se curvara. si el agua fuera azul, no se distinguiría del cielo, tan cerca están uno del otro. y el sol, desde que salimos, tan cerca del ecuador, está siempre en el mismo lugar y resplandece y ciega la vista.

entonces aparece la ciudad acuática; una completa ciudad formada por barcos-casa, donde no sólo hay viviendas, sino barcos-tienda, barcos-depósito, barcos-arregla-cosas, y mucha gente, mucha gente, en barquitos de todo tamaño, todo de diferentes colores. se la puede visitar, como quien visita valparaíso, y se ven pasar tuk-tuks acuáticos, lo cual no deja de tener su gracia.

el embarcadero de siem reap es una escalera destartalada de madera, y un techo debajo del cual se apiñan los conductores que esperan a los pasajeros. cuando estoy a punto de perder las esperanzas de ver aparecer al mío, lo descubro con un cartelito, detrás de una columna. camino detrás de él y le digo adónde quiero ir. para mi sorpresa y espanto, no se trata de un tuk-tuk, sino de una motocicleta. acomoda la mochila no sé cómo entre las piernas y me dice que me suba. se pone el casco, yo me encomiendo al dios del transporte público de este país y partimos. el camino es polvoriento, de tierra, y los caseríos, también construidos en especie de palafitos, parecen muy pobres. o al menos es la impresión que dan. pero quizá no sean pobres. quizá sea mi prejuicio. andamos así muchos kilómetros, y atravesamos arrozales, con campesinos vestidos de negro, en el agua, y los sombreros tejidos que relucen al sol. a veces el camino se hace muy estrecho, tanto que parece que uno pudiera estirar la mano y tocar las cestas en las casas o las hamacas, donde duermen niños. hay en el aire un aroma dulzón y putrefacto, potente y penetrante (demasiadas "p" en esta descripción) que se mete en la nariz y no se va. el mismo olor de los mercados, de los callejones, y supongo que ha de ser la comida, las frutas y el agua de un arroyo y de la calle.

la gente saluda; las motos son una infantería de moscas que tocan la bocina y van exactamente en contra de nosotros; sin embargo, todos evitan la catástrofe que la física anuncia como inminente. no es que frenen: es que simplemente hacen un suave movimiento hacia la derecha o la izquierda y salvan el obstáculo. así, media hora después, entramos en la ciudad, que nos recibe con pagodas, un puente, un parque arbolado, un frescor en el aire bienvenido, música y cánticos que suenan en alguna parte; bullicio, las tiendas y los tenderetes en la calle; movimiento, mucho movimiento; gente muy joven en todas partes, guardias, trabajadores que barren las calles y las aceras con las escobas que vi en china, de mango muy corto, hechas como haces de paja, que en realidad parece que desparramaran las hojas a un lado y al otro, pero todo está limpio. podríamos usarlas en montevideo, pienso, porque al igual que en phnom penh, todo está limpio, y la basura organizada. de noche, tarde, la basura rebosa en todas partes, pero  más tarde aun pasan cuadrillas y recogen todo, riegan las calles y cuando amanece, a las seis de la mañana, todo reluce.

entonces voy al mercado. una mujer con una niña en brazos me pide que le compre leche (B3) en la farmacia, y lo hago. chay let, el conductor me rezonga: no es para ella ni para la niña; la va a vender.
pienso que si la vende, la vende. entro al mercado. a diferencia de los que visité en la capital, aquí también venden especies y tés de todo tipo. el olor es fuerte, denso; no entra la luz del día, y las sedas y los algodones se confunden con zapatos, frutas, carnes de aspecto poco amigable y pescado, mucho pescado. algunas mujeres sentadas en cuclillas en la misma bandeja donde lo venden, lo limpian y lo ordenan. hay un runrún de voces, griterío de ofertas, gente que regatea (yo también, y es algo fascinante), gente que come en banquitos o en cuclillas cosas que no se parecen a nada pero huelen intensamente. hay una vida en ese mercado que tienta. tanto, que compro especias, tés y cosas que, realmente, no sé qué son, pero se ven bonitas y entrañables. al fin y al cabo, uno no deja de ser un extraño en este lugar fascinante.
 

martes, 15 de enero de 2013

killing fields de choeung ek: campos de exterminio

el 17 de abril de 1975, pol pot y el khmer rouge entraron a phnom penh para liberar el país y crear una sociedad perfecta, autosuficiente e igualitaria. para eso, asesinaron unos 3 millones de personas, cerraron escuelas que convirtieron en prisiones y centros de tortura -como la de tuol seng, que ahora es un museo de obligada visita, aunque terrible de visitar. el campo de exterminio de choeung ek queda a unos 15 km de la capital, y para llegar se atraviesan los suburbios y una zona rural que, si no fuera por algunos anuncios, los automóviles y el ruido, podría estar en el pasado. los caseríos y las casas añejas dan paso a campos y tierras, y la calle se llena de pozos y luego de polvo. el sol lastima la vista, y de pronto el tuk-tuk dobla a la izquierda, en un cartel que anuncia el campo de genocidio de camboya.
recibe uno una guía en audio y un mapa, y un cartel a la entrada pide silencio y calma y respeto por los muertos, por los restos, por los desconocidos que allí descansan. pero no es necesaria la solicitud, porque el lugar llama a recogimiento y tristeza. una mujer llora, y no hace nada para ocultarlo. es que escuchar el relato, detenerse en cada estación y tratar de imaginar lo inimaginable provoca un gran dolor. visto desde afuera, para quien no sabe, es un parque con árboles, algunos pedazos del terreno excavados y algunos espacios cubiertos por un techo a dos aguas con bambú y palmas. sin embargo, cada una de esas cosas encierra el espanto. hay todavía en los caminos serpenteantes prendas de los prisioneros; hay el árbol de la muerte, cubierto de brazaletes en conmemoración de los bebes que fueron asesinados allí, sus cabezas destrozadas contra el tronco, o lanzados al aire y atravesados por lanzas. hay el lugar donde enterraron - a veces todavía con vida- a mujeres y niñas; hay el árbol mágico, que recuerda la iluminación de buda, del que colgaba el parlante por el que se escuchaba la melodía de la muerte y el ruido persistente del generador eléctrico. hay un hermoso estanque semicubierto por lotos, algunos en flor, que también guarda cadáveres. aquí fueron exterminadas cerca de 9000 personas, inocentes, obligadas a confesar traiciones, crímenes espantosos, a denunciar a otros. la voz en la estación 2 le pide al visitante se ponga en su lugar y piense qué habría hecho en su situación. pide compasión por quienes confesaron o acusaron a otros. impresiona el silencio. las personas caminan solas o de a dos, y es menester sentarse bajo un árbol para aceptar lo que se escucha y se ve. hay un recogimiento como de templo o de monasterio, que se vuelve pétreo al entrar al monumento de varios pisos que guarda los cráneos de los muertos que fueron apareciendo, muchos de ellos sin nombre. la vista de la muerte masiva, amontonada, encajonada en estantes de cristal, sin embargo, en cierto modo representa una liberación para el visitante. al menos allí están. la gente deja flores, enciende inciensos, se siente compelida a dar algo de sí, un modo también de pedir perdón por algo que supera cualquier intento de comprender. de diferentes nacionalidades, occidentales y orientales, con rostros serios y tristes, los visitantes hacen el recorrido cada vez con mayor pesadumbre, con mayor peso en los hombros. es que no se comprende.

lo siguiente es visitar el centro de torturas y prisión del S-21, en la capital. nuevamente el camino polvoriento, algunas vacas, gallinas flacas, vendedores, gente. pol pot convirtió esta escuela en cárcel. lo que antes eran salones de clase se transformó en celdas de tortura, de detención, de muerte. es una superficie enorme, con tres edificios de cuatro pisos, en los que los pasillos que dan al parque están tapiados con alambre de púas para evitar que los presos intentaran suicidarse. adentro es terrible. hay fotos de todos los que pasaron por allí, que incluye cientos de niños y mujeres muy jóvenes; hay instrumentos de tortura rudimentarios y por lo tanto más cruentos; hay camas de hierro y más fotos; y en un último cuarto una especie de cristalero lleno hasta el tope de cráneos y huesos.

le pregunto al conductor del tuk-tuk qué edad tenía cuando el régimen de pol pot y el khmer rouge, y me dice que 12. en un inglés difícil de comprender, me cuenta su historia, que seguramente es la de la mayoría de los jóvenes que hoy tiene su edad (27 años). tenía 12 años cuando el khmer rouge entró al pueblo donde vivía. recuerda que todos los recibieron con aplausos y sonrisas, porque habían prometido un país libre y rico. pero a los dos días se dieron cuenta de que nada de eso era cierto. él y su familia fueron obligados, como todos, a abandonar el pueblo. pudieron llevar una olla con arroz, una botella con agua y algo de ropa. al padre lo mataron en la selva, unos días después. dice que después que vietnam venció al khmer rouge, su madre no ha cesado de buscar al padre, porque no sabe dónde está. "y no lo va a saber", agrega. me mira. "triste", dice. sigue contando. no pudo seguir en la escuela, puesto que las escuelas fueron cerradas. durante la salida del pueblo, dice que los soldados entraron al hospital y obligaron a los enfermos a salir, a abandonar las camas, diciendo que eran unos débiles inútiles. a otros simplemente los ametrallaron. recuerda los gritos. dice que la gente se moría durante la caminata. luego tuvieron que trabajar, pero no les daban de comer. dice que los que no murieron asesinados, lo hicieron por hambre, enfermedad o agotamiento. tres años después todo cambió. sin embargo, nadie sabía, en el mundo, lo que habia pasado. él llegó a la frontera con vietnam, pero no la pudo cruzar. no tenían permiso de aprender inglés, estaba prohibido. en algunos lugares, algunas personas, a escondidas, enseñaban inglés. él pagó para aprender, pero el dinero no era suficiente, de modo que sólo podía ver las clases por la ventana. así aprendió.

mi hermano dice que menciono la belleza, pero olvido este espanto. es imposible olvidarlo, obviarlo, ignorarlo. recuerdo cuando salieron las primeras noticias, después de que el khmer rouge fue derrotado, sobre los campos de la muerte. sin embargo, a la belleza nada de esto le importa.

la voz en la última estación dice que un genocidio como el de cambodia no se lo esperaba nadie; pero tampoco, agrega, se esperaba lo sucedido en alemania, ni en chile, ni en argentina, ni en tantos otros países, porque son cosas que no tienen explicación ni justificación, y así como sucedieron pueden volver a ocurrir, y uno debe saberlo. invita a apretar el número 111 y escuchar una música compuesta especialmente para las víctimas del régimen y de este campo en particular. es una música hermosa. entonces, hermano, quizá la belleza sea algo que está más allá de la comprensión, así como la maldad y el genocidio. y parece que coexisten, no sólo ahora, sino desde siempre. ojalá un día sea diferente.

lunes, 14 de enero de 2013

phnomm phen, enero 2013

durante un segundo, uno piensa en pelis como tomb raider o indiana jones y el templo de la perdición; como gunga din o el amante. después, se da cuenta de que sí, pero no.
es el lejano oriente, como salido de una postal, pero con olores, ruidos, colores vívidos y gente sonriente, muy joven.
es joven porque el khmer rouge al mando de pol pot aniquiló a miles de personas en pocos años de existencia. la historia de camboya es larga y ese episodio todavía está vivo. tanto, que uno conductor de un tuk-tuk me dice: así, rubia y con lentes, usted hubiera sido enviada a un campo de inmediato. es que las personas que usaban lentes eran consideradas el enemigo. qué dijo mao sobre pol pot? todavía estoy  buscando algo. sí es una vergüenza que hasta 1992, los representantes de camboya en las naciones unidas fueran los mismos que asesinaron a buena parte de la población. el conductor me dice que vivió hasta los doce años en la camboya rural, y que a su abuelo lo asesinaron y su abuela fue brutalmente golpeada y obligada a trabajar como un animal de carga hasta que no podía más. esa es una parte de la historia. pero además, está el concepto de la belleza. palabra que uno debería aprender a re-utilizar después de ver las calles, las avenidas y los callejones. hay una belleza natural, instalada, y no importa si algo huele mal o si en una esquina se amontona la basura. en medio de eso, una planta de un verde reluciente rematada por flores que parecen los cuadros de gaugin. y los budas que sonríen y miran, los ojos entrecerrados, a los mortales que no comprenden la futilidad de las cosas.
las calles son una locura de motos y tuk-tuks. son el transporte público (no hay buses). uno los detiene con la mano (en realidad, se ofrecen todo el tiempo: "madam, tuk-tuk?") y uno se monta, dice adonde quiere ir y llega. no hay semáforos, pero no ocurre nada. cruzar la calle es una experiencia vital de alto riesgo: un sexto sentido que se desarrolla rápidamente -a menos que uno quiera convertirse en estatua en una esquina- indica cuándo cruzar; tomada la decisión, no hay que detenerse ni dudar, de algún modo, cruzante y conductores entablan una suerte de pacto en el que se establece que el conductor aminorará la marcha porque sabe que el cruzante cruza para alcanzar la otra acera (que, en caso de las avenidas es como cruzar el atlántico), lo mismo hacen las motos y los tuk-tuks, que al final se logra, pero se asusta uno porque cree que no llegará. el nombre tuk-tuk, que es el nombre de estos carritos, viene del ruido que hace el motor al andar, exactamente ese ruido: tuc-tuc-tuc-tuc. quien escribe no se animó aún a usar la motocicleta para el traslado urbano, porque parece requerir un cierto conocimiento: las mujeres se sientan de lado, como si anduvieran a caballo. parece mejor el tuk-tuk.

qué decir que no sea un espantoso lugar común? el rey murió de viejo, y su hijo es el heredero. se preparan los funerales que durarán nueve días, lo que complica la celebración del año nuevo chino. delante del palacio real, ayer, iluminado como en una obra de teatro, había gente, y cánticos, y muestras de condolencias. el mismo vendedor de fruta callejero usa el ipad y el celular, descalzo y casi sin dientes. el mercado central, una especie de pulpo enorme cuya cabeza está ocupada por decenas de joyerías que ofrecen jade, plata, perlas y otras piedras y alhajas, se abre en brazos en diagonal que a su vez se ramifican en callecitas cubiertas de toldos donde es posible comprar de todo a precios bajísimos, a los que se suma el regateo. sedas y cacharros, y tallas de madera, y pulseras, y collares, y zapatos, y ollas, y tapices, y cosas que brillan, y las flores más hermosas que uno pueda imaginar, todo eso en un trajín de gente, la mayoría local -algunos occidentales, turistas o que viven aquí, según lo que compren- un chapuceo de distintos idiomas, pero mayormente khmer, y policías amables y carteles en ese idioma que no distingue palabras ni puntuación (me dicen que es uno de los idiomas que a los niños les cuesta más aprender a leer y escribir, pero no saben decirme por qué no se dividen las palabras en palabras ni se usa puntuación); chinos, cuyo idioma suena familiar entre tanta extrañeza, música dulzona, como en beijing, y los sonidos propios del trajín de los callejones aledaños, donde se ofrece comida ambulante (mayormente insectos, pescado fermentado de dudoso aspecto, pero es un problema cultural; frituras con formas curiosas, y siempre una flor y un pequeño buda reverenciado en alguna parte del tarantín). en una terraza en un callejón detrás de un templo, me siento a beber algo fresco (estamos en estación seca, pero el calor es denso y muy húmedo), y me sirven un plato de algo -después averiguo que es papaya preparada con vinagre y cebolla- cuyas formas distintas, algunas de animalitos- ilustran el cuidado que ponen en cada detalle, siempre vinculado con lo hermoso. el platillo blanco de nieve, la fruta dorada y roja y los palitos negrísimos, enmarcados por árboles que crecen hasta el cielo, no sólo ayudan a refrescar el cuerpo -que agradece- sino el espíritu. el templo budista, del que acabo de salir después de recorrerlo durante una hora, es un remanso de una paz distinta. además del templo, enorme, donde hay un buda sonriente de ojos entrecerrados, que me mira con compasión, supongo, y otro buda recostado, durmiendo, todo el lugar hospeda a monjes y monjas, de cráneos rapados a cero; los hombes vestidos con las túnicas color azafrán y descalzos, sentados o en cuclillas o trabajando; las monjas con pantalones oscuros y una camisilla blanca, rapadas también, trabajando o en cuclillas; un perro viejo y otro cachorro juegan entre los monjes. soy la única occidental allí, y me saludan con cortesía y una sonrisa que muestra los dientes blanquísimos y les ilumina los ojos. daría cualquier cosa por comprender lo que hablan, por saber qué piensan.

algunas calles todavía hablan del pasado francés, y dicen "rue 36", por ejemplo. la ribera del río es ancha, y el río, pese a la estación, está alto. hay barcos, barquitos, y mucha gente. atardece de pronto, de un segundo al otro, y la gente sigue atestando las calles, y los pequeños comederos en las calles rebosan, así como los restaurantes de todas partes del mundo. uno es un vergel que incluye una corriente de agua, un puente, techos de bambú lustrado y lotos, flores de loto en todas partes, que se abren y uno entiende por qué el último chacra está representado por esta flor. un platillo típico de la comida khmer incluye hojas de menta que son picantes. la menta es picante, muy. pienso en los amigos mexicanos y en cuánto se alegrarían de semejante portento. los camareros van descalzos, y algunos de los comensales se han quitado los zapatos y los han dejado junto a las sillitas. el mobiliario de madera oscura, con adornos en un rojo casi bordeaux resalta en el verde de la vegetación que es una selva. hay lagartijas en todas partes, que hacen un curioso y potente sonido.

el antiguo hotel que hospedaba a los corresponsales extranjeros se mantiene tal cual, y entrar es como meterse en una película. está muy cerca del río, y en las paredes hay fotos de las diferentes guerras, afiches, mezclado todo con anuncios de la cerveza tigre. las escaleras y los posamanos están gastados. hay ventiladores en el techo que hacen el zumbido que uno ha visto en tantos films, sin sonido surround esta vez. las calles son un hormiguero de gente, niños, hombres, mujeres, conductores, personas que van y vienen, vendedores de todo tipo, de tez oscura y ojos muy negros.
en los balcones y en las azoteas crecen las flores. no hay gatos. hay perros.

se pregunta uno por qué occidente está tan convencido de saber qué es vivir, qué está bien y qué está mal, y qué son la belleza y la libertad. se pregunta uno, con vergüenza, por qué occidente creyó y cree que debía imponer sus costumbres aquí. pregunto y me dicen que es un pueblo pacífico, que no conoce ni los gritos ni la furia. que si algún occidental grita, la reacción es la risa, pero no en sentido de burla, sino como expresión de no comprender el enfado, la ira.

también me dicen que gracias a que asia se ha levantado, las miradas de estos países se dirigen más hacia india y china, incluso tailandia, que a occidente. talvez deberíamos mirar nosotros un poco más hacia aquí y comprender esta sensibilidad, este extraño sentido de la belleza que mezcla lo indiscriptiblemente hermoso con lo más feo, maloliente y sucio, y sale bien parado.
 

lunes, 7 de enero de 2013

encontrando a mr. ballard

el 19 de abril de 2009  murió el escritor j.g.ballard, británico nacido en shanghai, que a los 12 años vivió en un campo de concentración japonés. para quien no lo conoce, "el imperio del sol", de steven spielberg retoma o recrea su novela autobiográfica. para quienes alguna vez nos dejamos atrapar por su literatura de ciencia ficción, ballard representa un autor mayor. era un tipo curioso, piensa uno. vivió en shepperton hasta el año en que falleció, y según su autobiografía, enviudó muy joven y en esa casa crió a sus tres hijos, mientras escribía sus novelas y sus cuentos.
shepperton siempre fue un enigma para mí. alguna vez le escribí, y, británico de buenos modales, tuvo a bien responder mi carta. despué se murió y me pareció que la ciencia ficción se quedaba sin uno de los escritores mayores (él había dicho que ya no escribiría más ciencia ficción, porque se había vuelto algo cotidiano), pero "el mundo sumergido" sigue siendo una obra genial.
así que fuimos a shepperton. para eso se toma el tren, por ejemplo, en la estación de waterloo y se viaja una hora, y shepperton es la última estación. es apenas una calle principal, algunos cafés y un supermercado y no mucho más. en la calle old charlton, en el número 36, vivió. pero eso los supimos después. la calle charlton son tres cuadras, y después hay campo y autopista y allí están crash y la isla de cemento. las casas a ambos lados están en perfecto estado, salvo una. hay una que, literalmente, se cae a pedazos. supe que esa era, antes que una vecina nos la mostrara. esa vecina, una anciana que arreglaba el jardín, nos dijo que por supuesto se acordaba de ballard, y también de la muerte de la esposa, de neumonía, y de los hijos, que iban a conversar con su gato. así que nos acompañó. un jardincito delantero descuidado, una ventana sucia y el sofá, el mismo sofá, piensa uno, que figura en su autobiografía, en el que los niños saltaban mientrás él escribía. sacamos fotos, nos impresionamos, hasta que alguien adentro nos golpea la ventana y es claro que no debemos estar allí. la casa estuvo en venta -no sé si sigue estando- y había una propuesta de que los fanáticos la convirtieran en el museo ballard. pero qué puede contener el museo ballard más que su espíritu y su fantasía? un hombre circunspecto, que buscaba lo extraño en la vida cotidiana, en lo suburbano. por allí cerca están los shepperton studios, que también formaron parte de sus relatos. la campiña a su alrededor es vasta, hay un arroyo y tan luego los pilares inmensos de cemento que hacen creer el puente que conecta ambos lados de la autopista. hay cuervos y liebres y perros y un gran silencio, y el pub al que iba a tomar una cerveza. allí vamos, y preguntamos por él. tal parecemos peregrinos, quizá lo somos. hay gente que se acuerda de él, la más joven no, pero sí saben que por allí vivió un escritor que recalaba en el pub. se come bien allí, y se bebe ale, que es como la cerveza, pero más suave y sin espuma. es extraño estar en un lugar inesperado, y ver lo que ballard vio. en todo caso, vale el homenaje, vale el viaje, el frío y la pena que da que ya no esté para seguir escribiendo.
ballard ha muerto, viva ballard.