para kant, el espectador percibe el gozo o la sensación de "lo bello" al tomar conciencia de que en la naturaleza (o en el objeto representado) existen un orden, un sentido, y de allí surge la noción de que esa naturaleza (o el objeto) tendría un objetivo (una intención).
cuando hegel anuncia el fin del arte, no se refiere a que ya no hay arte, sino a que aquella cosa que tenía, que ante la visión de una madonna, el espectador naturalmente sentía la necesidad de hincarse, dejó de existir. el arte ya no sería más la expresión de lo absoluto. sin embargo, a veces uno vuelve a sentir que es el arte la manera en que puede percibirse, aprehenderse, experimentarse esa totalidad que uno intuye es absoluta. el portento de la naturaleza -no la belleza de un paisaje, sino la brutalidad de su presencia que se impone más allá de toda elección- es aquello que quita el aliento, y hace nacer el deseo de abrazar y dejarse abrazar por esa fuerza.
es lo que se siente -al menos así lo sentí- cuando se recorre una parte de la región conocida como la suiza sajona. se trata de una región ubicada en la parte más oriental del estado de sajonia, al sureste de dresden, al que partimos en excursión una mañana helada y soleada de fines de enero. la denominación de la región se debe a dos artistas suizos, quienes, en el siglo XVIII, después de recorrerla, recordaron a su país natal. la zona montañosa, que crece al pie del río elba, da una formación vertical, con picos cuadrados, profundas gargantas y bosques en las partes más altas. estamos en la formación natural llamada bastei (bastión, en español), y a lo lejos se ve la fortaleza de königstein, donde alguna vez estuvo detenido el señor bakunin.
en pleno invierno, la belleza se manifiesta en el contraste de la piedra marrón oscuro y la nieve blanca que encandila. y se vuelve una escenografía magnífica cuando el sol aparece por el este y se refleja con fuerza en las paredes nevadas.
uno de los pintores más representativos del romanticismo alemán, caspar david friedrich (que murió en dresden en 1840) retrató como ninguno algunas de estas formaciones montañosas. sus cuadros, que pincelan la naturaleza como si fuera un ser vivo y autónomo, sin embargo, corrigen, aquí y allá alguna cosa. pero, parada delante de ellos en el museo albertinum, y después, en medio de los paisajes originales, en el frío ventoso de la altura, la sensación de magnificencia es la misma.
la belleza de la pintura y la del original son dos bellezas diferentes; ambas se perciben por los sentidos; delante del cuadro, la mente y el espíritu divagan, en la tibieza del enorme salón del museo, e imaginan toda suerte de relatos fantásticos. es fácil representarse un ser mitológico, o el rumor de un arroyo que discurre por las laderas, o el lamento de un espíritu atormentado.
delante del modelo original, en medio del paisaje, con la nieve de diez centímetros, la ventisca que la hace escupir por una de las gargantas, y las ramas altas y nevadas de un pino que encuadra una de las curvas del río elba, la sensación es otra. aquí y allá hay rastros de una antigua tribu de germanos (?) del siglo II d.N.E. , que tallaron escalones en la roca escarpada y construyeron una catapulta para defenderse de los enemigos. se plantea la pregunta de cómo llegaron a instalarse aquí, en un sitio tan agreste y de difícil acceso, y qué enemigos podrían querer conquistar estas rocas afiladas entre las que no es fácil imaginar una choza o un sitio donde protegerse.
el camino discurre de un pico al otro, con escalones, senderos y puentes sobre la altura, y para quien sienta vértigo lo mejor es mirar el horizonte y olvidarse de que bajo los pies no hay nada. pero eso hace que precisamente la vista del horizonte, con sombras de bosques lejanos y otras formaciones rocosas en brumas se convierta en otro paisaje más, del que ya no se sabe si es real o pintado.
luego del descenso, se sigue un sendero que bordea un arroyo que se convierte en estanque congelado, rodeado de un bosque de pinos y otros árboles desnudos. espera uno ver aparecer un hada, un duende o un gnomo. dicen que más al este se filmaron partes del señor de los anillos y no es de extrañar. luego el sendero se convierte en la escalera más larga del mundo. escalones y escalones entre las formaciones rocosas, que crecen verticales y a veces ocultan las luz del sol, y allí las cascadas se han congelado y se han convertido en carámbanos, transparentes algunos, otros amarillentos, seguramente debido a los minerales de la tierra. qué pasaría si uno se perdiera aquí? no hay cómo saber dónde están el norte o el sur; el blanco de la nieve hace que todo sea idéntico, y un árbol y una piedra se parecen a todos los demás. el silencio se rompe sólo si se pisa una rama, o si se hace crujir el hielo y se corre el riesgo de un serio resbalón. más allá de eso, ni siquiera un cuervo planea ni hay otra cosa que nosotros caminando. parece que el tiempo se hubiera detenido. esto podría ser en cualquier época. por aquí se peleó también en la guerra de los treinta años, y una zona se conoce como "los agujeros de los suecos", porque era en esos agujeros donde se escondían. es difícil imaginar esta nieve cubierta de huellas de botas militares, estos bosques pacíficos albergar el estruendo de los fusiles y las escopetas, los gritos de los heridos, las órdenes desordenadas de los sargentos.
los cuadros de caspar david friedrich también son silenciosos, y es algo en lo que por primera vez reparo: algunos cuadros están inmersos en el silencio o de ellos surge la ausencia de sonidos. qué sensibilidad la del artista para retratar lo sublime de un paisaje, y dejar que ese paisaje suene por sí mismo. y qué sensibilidad la de la naturaleza, que sin intención alguna -una reverencia al señor kant- da toda la impresión de haber querer sido perfecta e indomable.
cuando hegel anuncia el fin del arte, no se refiere a que ya no hay arte, sino a que aquella cosa que tenía, que ante la visión de una madonna, el espectador naturalmente sentía la necesidad de hincarse, dejó de existir. el arte ya no sería más la expresión de lo absoluto. sin embargo, a veces uno vuelve a sentir que es el arte la manera en que puede percibirse, aprehenderse, experimentarse esa totalidad que uno intuye es absoluta. el portento de la naturaleza -no la belleza de un paisaje, sino la brutalidad de su presencia que se impone más allá de toda elección- es aquello que quita el aliento, y hace nacer el deseo de abrazar y dejarse abrazar por esa fuerza.
es lo que se siente -al menos así lo sentí- cuando se recorre una parte de la región conocida como la suiza sajona. se trata de una región ubicada en la parte más oriental del estado de sajonia, al sureste de dresden, al que partimos en excursión una mañana helada y soleada de fines de enero. la denominación de la región se debe a dos artistas suizos, quienes, en el siglo XVIII, después de recorrerla, recordaron a su país natal. la zona montañosa, que crece al pie del río elba, da una formación vertical, con picos cuadrados, profundas gargantas y bosques en las partes más altas. estamos en la formación natural llamada bastei (bastión, en español), y a lo lejos se ve la fortaleza de königstein, donde alguna vez estuvo detenido el señor bakunin.
en pleno invierno, la belleza se manifiesta en el contraste de la piedra marrón oscuro y la nieve blanca que encandila. y se vuelve una escenografía magnífica cuando el sol aparece por el este y se refleja con fuerza en las paredes nevadas.
uno de los pintores más representativos del romanticismo alemán, caspar david friedrich (que murió en dresden en 1840) retrató como ninguno algunas de estas formaciones montañosas. sus cuadros, que pincelan la naturaleza como si fuera un ser vivo y autónomo, sin embargo, corrigen, aquí y allá alguna cosa. pero, parada delante de ellos en el museo albertinum, y después, en medio de los paisajes originales, en el frío ventoso de la altura, la sensación de magnificencia es la misma.
la belleza de la pintura y la del original son dos bellezas diferentes; ambas se perciben por los sentidos; delante del cuadro, la mente y el espíritu divagan, en la tibieza del enorme salón del museo, e imaginan toda suerte de relatos fantásticos. es fácil representarse un ser mitológico, o el rumor de un arroyo que discurre por las laderas, o el lamento de un espíritu atormentado.
delante del modelo original, en medio del paisaje, con la nieve de diez centímetros, la ventisca que la hace escupir por una de las gargantas, y las ramas altas y nevadas de un pino que encuadra una de las curvas del río elba, la sensación es otra. aquí y allá hay rastros de una antigua tribu de germanos (?) del siglo II d.N.E. , que tallaron escalones en la roca escarpada y construyeron una catapulta para defenderse de los enemigos. se plantea la pregunta de cómo llegaron a instalarse aquí, en un sitio tan agreste y de difícil acceso, y qué enemigos podrían querer conquistar estas rocas afiladas entre las que no es fácil imaginar una choza o un sitio donde protegerse.
el camino discurre de un pico al otro, con escalones, senderos y puentes sobre la altura, y para quien sienta vértigo lo mejor es mirar el horizonte y olvidarse de que bajo los pies no hay nada. pero eso hace que precisamente la vista del horizonte, con sombras de bosques lejanos y otras formaciones rocosas en brumas se convierta en otro paisaje más, del que ya no se sabe si es real o pintado.
luego del descenso, se sigue un sendero que bordea un arroyo que se convierte en estanque congelado, rodeado de un bosque de pinos y otros árboles desnudos. espera uno ver aparecer un hada, un duende o un gnomo. dicen que más al este se filmaron partes del señor de los anillos y no es de extrañar. luego el sendero se convierte en la escalera más larga del mundo. escalones y escalones entre las formaciones rocosas, que crecen verticales y a veces ocultan las luz del sol, y allí las cascadas se han congelado y se han convertido en carámbanos, transparentes algunos, otros amarillentos, seguramente debido a los minerales de la tierra. qué pasaría si uno se perdiera aquí? no hay cómo saber dónde están el norte o el sur; el blanco de la nieve hace que todo sea idéntico, y un árbol y una piedra se parecen a todos los demás. el silencio se rompe sólo si se pisa una rama, o si se hace crujir el hielo y se corre el riesgo de un serio resbalón. más allá de eso, ni siquiera un cuervo planea ni hay otra cosa que nosotros caminando. parece que el tiempo se hubiera detenido. esto podría ser en cualquier época. por aquí se peleó también en la guerra de los treinta años, y una zona se conoce como "los agujeros de los suecos", porque era en esos agujeros donde se escondían. es difícil imaginar esta nieve cubierta de huellas de botas militares, estos bosques pacíficos albergar el estruendo de los fusiles y las escopetas, los gritos de los heridos, las órdenes desordenadas de los sargentos.
los cuadros de caspar david friedrich también son silenciosos, y es algo en lo que por primera vez reparo: algunos cuadros están inmersos en el silencio o de ellos surge la ausencia de sonidos. qué sensibilidad la del artista para retratar lo sublime de un paisaje, y dejar que ese paisaje suene por sí mismo. y qué sensibilidad la de la naturaleza, que sin intención alguna -una reverencia al señor kant- da toda la impresión de haber querer sido perfecta e indomable.