A unos 100 km de Santiago, cruzando la cordillera de la costa, se llega a Valparaíso. Es una ciudad costera, que data de mediados del siglo XVI. Ha sido declarada patrimonio universal por las Naciones Unidas y, después de estar unos días en Santiago, la vista del Pacífico es una bendición. Hay olor a mar, un viento fresco, y los graznidos de las gaviotas y los pelícanos, que se suman a quienes ofrecen paseos en botes y chalanas. Quienes me acompañan se preguntan a dónde fueron a parar los fondos para recuperar edificios antiguos, fachadas, casonas. Pero de todos modos, y un poco venida a menos, la ciudad-puerto es hermosa. Y lo más interesante, además de las embarcaciones que esperan en los muelles para llevar turistas, son las casas más viejas que permanecen vivas en lo alto de las sierras que rodean la ciudad. Aquí tuvo una casa el poeta Pablo Neruda (y una en Santiago, y una en Isla Negra) y uno imagina que realmente ha de ser un sitio calmo e inspirador para la escritura. Para llegar a esas casonas que desde abajo se ven como salidas de un film, de fachadas coloridas y muchas ventanas como ojos, se debe tomar un ascensor. Exactamente eso, y data de fines del siglo XIX y todavía funciona manualmente, con poleas y cuerdas de acero gruesas. Es realmente un ascensor de madera, con aberturas que dan a la montaña y a la costa. Entran unas cinco personas de tamaño medio, y de pronto arranca, con un golpón y comienza a subir. Es muy barato y funciona hasta las diez de la noche. Quienes viven o trabajan arriba, lo usan. La vista es maravillosa porque todo se hace del tamaño del juguete de un niño y entonces surge la otra belleza, de cuando uno casi olvida que hay seres humanos destruyéndolo todo en todas partes.
Arriba es más hermoso de lo que uno pudo imaginar. No sólo por las casonas, los caserones, que están –muchas de ellas- en bastante buen estado, reconvertidas en hoteles, restaurantes o hoteles gourmet (como en otras partes, también aquí llegan inversores europeos, y junto a ellos turistas pálidos, casi albinos, que disfrutan de un balneario que probablemente en Europa sea muchísimo más caro), sino por el tejido de callecitas y callejones adoquinadas que arman un vecindario multicolor y alegre, con miradores al mar, suerte de paseos que recuerdan a otros similares en el norte de Italia (que no daban al mar, sino al paisaje llano o a un lago), vendedores de artesanías en las calles, y verdaderas tiendas de productos artesanales de artistas de la región. Lanas, cueros, cestería, cerámica, joyería, antigüedades. Caminamos, nos perdemos por las calles circulares y encontramos un sitio donde comer. Acá, para alegría de algunos, todavía hay lugar reservado a los fumadores, de modo que el vino blanco helado y la centolla con queso de cabra, con un buen cigarrillo, es todo lo que uno puede desear en este momento. Sobre todo, porque la conversación es menos agradable. Me acompañan especialistas en salud infantil, abuso y maltrato, atención a las familias carenciadas. Un platillo que come uno de ellos, el trauco, es motivo de inicio de la conversación triste y atroz. En la isla de Chiloé se dan los mayores índices de abuso sexual intrafamiliar. A tal punto y durante tanto tiempo, que se ha creado un mito, el del trauco, suerte de aparición monstruosa, un hombrecito de no más de 90 cm de altura, cuya atracción resulta irresistible a las mujeres, que se le entregan. Cuando una comunidad (cerrada y aislada como esta) incluye en su mitología algo así, el problema es verdaderamente profundo y de difícil solución. Chile cuenta a su favor con que ese tipo de delitos y la violencia intrafamiliar están penados por la ley desde hace una década. El trabajo es duro, involucra a médicos, jueces, policía, asistentes sociales, y es como caminar en el pretil de un edificio altísimo. A veces se sospecha, generalmente no hay denuncias, hay mucho miedo. Pregunto qué ocurre en las clases más altas. Allí la situación es igual, con la atrocidad de que el poder oculta –como en todas partes- los crímenes. Se refieren a un caso en que participó activamente la Iglesia para ocultar los abusos de un padre a sus cuatro hijos varones, que recién se animaron a hablar hace no demasiado tiempo.
La conversación continúa. Es imposible no preocuparse: salud, educación, educación, salud. Políticas de estado que no existen realmente, corrupción, enriquecimiento vil, capitalismo salvaje. Mi amiga dice que los procesos sociales son lentos, muy lentos… y hablamos de los indignados. El vino y el pisco sour ayudan a pasar el disgusto, la preocupación, pienso, y en parte resuena algo lejanamente parecido a la culpa, un gran cansancio, una sensación de no saber qué se debe hacer. Mi generación creyó que podría cambiar el mundo, y el proyecto quizá era demasiado grande. Ella dice que nosotros, hoy, lo que podemos hacer es nuestro trabajo, lo mejor posible, y no perder de vista al ser humano. Quizá todo se deba a eso. A que hace ya demasiado tiempo que todos, todos, perdimos de vista al individuo en el verdadero sentido del término. Recuerdo el libro de Hobsbaum sobre las dos revoluciones que cambiaron el paradigma occidental del siglo XIX, la francesa y la industrial. Una peleaba por el individuo, la otra cambió la noción de utilidad del individuo.
Bajamos por el ascensor, y en la avenida principal hay una manifestación estudiantil. Es grande, las voces retumban, reclaman educación gratuita, una currícula no mercantilista, que la educación universitaria no esté en manos empresariales, que no sea considerada un negocio más que impide realmente el acceso al estudio a quienes no puedan conseguir los préstamos altísimos que supone el estudio. Esos estudiantes son los individuos que pueden hacer que las cosas cambien. Nosotros ya no, sólo debemos acompañar, comprender y hacer bien nuestro trabajo, con honestidad y en forma digna.
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