viernes, 21 de enero de 2011

¿Retrospectiva o prospectiva?

Ana Solari, sobre Héctor Solari


Una retrospectiva supone una mirada hacia el pasado de un conjunto de obras de un artista, tomadas en un determinado período de tiempo, de modo de mostrar su trayecto­ria. La retrospectiva mira hacia atrás; traza una línea cronológica, y parte ya de una postu­ra, de una respuesta. En este caso no me interesa, a partir de una obra específica, mirar hacia adelante sin tener en cuenta lo que vino después, sino interpretar los trabajos posteriores a la luz de ese primero que elijo. La pregunta que me formulo es: ¿estaba conte­nida en esa obra específica toda la que vino a continuación, la producción posterior del artista? Es decir, cómo se relaciona la producción del año 2000 con la del año 2010, si, en apariencia no tienen ningún punto de contacto, ni estilístico, ni formal, ni de sopor­te, ni temático.

Sin embargo, creo que sí hay un hilo narrativo que atraviesa todos los trabajos de esa déc­a­da, y me propongo exponerlo. Y, en ese sentido, en lugar de una retrospectiva, qui­siera hacer una prospectiva, es decir, llegar al futuro a partir de aquel punto de arran­que. Elijo un punto en el pasado para llegar hasta el presente del artista, para encontrar ese hilo de Ariadna que no siempre es sencillo de ver. ¿Qué motiva mi intención? La am­pli­tud de una obra que, sin embargo, puede definirse en unas coordenadas “sencillas”: las de la sensibilidad por una búsqueda constante, que considero es la única, más allá de que se exprese de diferente forma, con estilos y en soportes distintos. ¿Y cuál es esa bús­­­queda? Intuyo que lo que subyace al trabajo seleccionado como inicio de esta inter­pretación y que culmina en la última producción del año 2010 es una misma intención: mostrar la decadencia de una civilización basada en una violencia institucionalizada, culturizada, independientemente del juicio moral que pueda hacerse.

Me detengo, comienzo, por la que yo denomino Serie de los ciegos (2000). Es clara­mente una tentación para cualquier escritor, por la relación evidente con Borges, el Lazarillo de Tormes y la Justicia, que debería ser ciega, siempre.

         

Los ciegos de Solari asustan, impactan por su monstruosa ingenuidad. Pero ¿qué escon­den los ciegos de Solari? ¿Qué lo llevó a cegar, con tanta paciencia y detenimiento, los ojos de todas estas personas, que no conocemos, pero que de todos modos se nos hacen cruelmente familiares? La primera aproximación a la serie nos llena de espanto. Reconocemos la época, las vestimentas, los decorados, pero al acercarnos un poco más a las fotografías y preguntarnos qué lo llevó a trabajar con ellas, que pueden haber sali­do de cualquier álbum de familia, descubrimos con horror que todos son ciegos.
Lo atroz es que miran a una cámara que no ven; lo terrible es que nos miran sin vernos y sin que sepan que los miramos.

La serie incluye un conjunto de fotografías intervenidas, una primera violación a la representación fiel de la realidad que nos asegura la fotografía. ¿De qué realidad nos habla el artista, que lo llevó a cegar a los retratados? Centrémonos en la época de las imág­e­nes. ¿Hablamos del siglo XVIII, XIX quizá? ¿Qué representa ese período histó­rico para Solari, por qué precisamente ese y no otro? Es el tiempo de la belle epoque, la época cuando la burguesía dominó el arte, la cultura, la política, el savoir faire; cuando vida y belleza y certezas iban de la mano y nadie lo cuestionaba. El tiempo en que el mundo parecía que iba a permanecer inalterado, no importaba lo que ocurriera en otras partes, lejos, en fábricas e ingenios. La revolución industrial había permitido lujos y  modernizaciones, y las ciudades eran pequeños paraísos llenos de bibelots, poesía y música, alta filosofía y una ciencia que despertaba y avanzaba, de y para la burguesía. La vida era bella, y transcurría por los paseos y las avenidas, los sitios del encuentro pleno. Entonces, ¿por qué todos ellos ciegos? Quizá para no ver lo que se avecinaba, lo que estaba a punto de suceder. Que Karl Marx pensase que la clase obrera que haría la revolución sería la alemana, y no la rusa, como sucedió realmente, no cambia un ápice lo ocurrido. El imperio caería. La burguesía, ciega en su momento, inca­paz de darse respuestas y de perpetuarse a través de la renovación, perdió el poder, sin siquiera creer que algo así era posible. Los ciegos, que eligieron serlo, o que no se dieron cuenta de que lo eran, quedaron allí, retratados. Tampoco pudieron ver lo que vendría después. No sólo lo que estaba ocurriendo, sino lo que sucedería. El incendio. La quema. El mundo que parecía inalterado se derrumbó de un día para el otro ante las miradas ciegas de quienes lo habían construido a su semejanza. En Europa, la caída de la burguesía supuso dos demonios: por un lado la deshumanización brutal instalada después de la Revolución Rusa; por otro lado, el fascismo y el nazismo. Ciegos había en todas partes, parece comprobar el artista, y por eso los retrata. Siento, percibo en las foto­grafías intervenidas, que los acusa precisamente de esa incapacidad para ver lo que habían construido a lo largo de los siglos.




Quizá sorprendido por su propio trabajo, Solari escribió en el año 2001 un breve texto sobre los ciegos:

Era un caluroso & soleado día de mayo. El cielo, azul como barnizado. Y el aire inusualmente caliente. Las heladerías habían abierto sus puertas, y ya en las primeras horas del día las personas estaban sentadas frente a los bares, tomando té & café, observando a otras, disfrutando de este regalo estival en pleno otoño.
Fue temprano en la mañana cuando los soldados dejaron sus cuarteles. Ebrios de las victorias de los días pasados, nerviosos por el calor que comenzaba a ser insoportable, formaron pequeños grupos asaltando negocios de la ciudad vieja. Algunos vendedores fueron muertos, atados a los árboles & quemados.
Un poco más tarde irrumpieron en las residencias de las familias acomodadas. Aquel lujo, ese kitsch de porcelana, plata & oro eran una alegría para los ojos. En su embriaguez algunos soldados atraparon a los niños & niñas & mujeres de las casas, arrancándole los ojos con varas de hierro.
No por maldad, sino por diversión.
La tarde fue más tranquila y el atardecer calmo. Muchas personas salieron a pasear a orillas del pequeño arroyo; allí el aire era más fresco. Allí también se veían algunos soldados, que se lavaban las sangrientas manos.
El resto de la semana transcurrió normalmente. No hacía tanto calor, y las heladerías fueron cerrando una a una sus puertas.
Algunos soldados se quedaron en la ciudad.

Y así como se incendió Europa, cayó también el Segundo Reich, el Kaiser Friedrich   Wilhelm II, pequeño, siempre a caballo, ya no tenía límites que defender y debió comerse la humilla­ción. Y atrás de él, pocos años después, Hitler. Los cementerios. ¿Por qué Solari se ocupó con tanto detalle en estos dos asuntos? Los grabados y la magnífica re­creación de un cementerio en 3D, quizá de los primeros que hubo que no tuvieran un sentido lúdico o informativo.

La forma en que Solari encuentra para mostrar el camino al que llevó la ceguera es en una exposición conjunta, Blut&Boden (2002), con la artista Annette Voigt, que dice a las claras los que las palabras no pueden expresar. He ahí la serie de la botella de Hitler, que le costara más de un encuentro con la policía alemana y una serie de explicaciones, imposibles, por otra parte, si no se entiende la continuidad de la Historia.


Está claro que el nazismo y el Führer están prohibidos, pero una prohibición no basta para que cesen las preguntas y la ubicación histórica. ¿Cómo hablar de los cambios de la Historia sin referirse a semejante figura? Imposible, y menos para un artista que no sólo vive en Alemania Occidental, sino que, además, pasó su infancia y su juventud en un colegio alemán, educado por ellos, inmerso en su cultura y tradiciones. ¿Puede haber más mezcla que esa? Goehte y Schiller de la mano de Mein Kampf y los neonazis. Sólo alguien extranjero, alguien extraño a una nacionalidad específica,  puede sentir en la piel el significado profundo y último de estos antagonismos. Sólo el Otro ve; y ese Otro fue el que cegó a hombres y mujeres en las fotografías. Los ciegos – no los olvidemos- permitieron también esta contradicción, porque no vieron que en la belleza absoluta ya anidaba la semilla de su propia destrucción. ¿Hubiera existido una Alemania Occidental poderosa y triunfante, segura de sí, sin el desastre y la crueldad oscura y obsesiva, obscena y perversa, del Tercer Reich? Los trazos definidos en grises de distinta intensi­dad de los grabados de Solari permiten sospechar que no; y así como la burguesía ciega, retratada en tantas fotografías que no dicen ya nada más que ser testimonios de sí mismas, también las reminiscencias del autoritarismo nazi forman parte de la época presente.

              

El resultado de la ceguera fue la guerra, la terrible Segunda Guerra Mundial, y las con­secuencias, entre otras, fueron las viudas y huérfanos. En toda la Europa asolada, las viudas de guerra y los huérfanos eran legiones. Y fueron ellos los que la reconstruyeron.

Vale la pena detenerse en un texto del autor sobre las Viudas y huérfanos del siglo XX (2001):

La esposa del Consejero Ministerial Superior estaba enamorada de su marido. Aun después de quince años de matrimonio. Debo decir que él era un hombre muy serio y su bigote el más lindo de la ciudad, sin lugar a dudas. A su vez, ella tenía las piernas más hermosas y una mirada tierna.
A menudo daban grandes fiestas, en donde los miembros más poderosos & importantes de la sociedad se mostraban con gusto. En esas oportunidades la esposa del Consejero Ministerial Superior bebía champagne con placer, y si bien moderadamente, no podía impedir que un leve rubor le invadiese el rostro; al mismo tiempo sentía una enorme felicidad y un inmenso orgullo al ver a su esposo, de uniforme, convertido en el centro de la fiesta, como de costumbre.
Sí, la esposa del Consejero Ministerial Superior era realmente feliz. Y él también. Pero inteligentes no eran, ninguno de los dos.
Una tarde hermosa, durante el paseo diario, vieron un tren lleno de soldados que corría hacia el oeste, hacia el frente, pitando, lanzando humo. Observarlo producía una enorme alegría.
Después de la cena, la esposa del Consejero Ministerial Superior le dio órdenes a su empleada de que planchase bien el pantalón del uniforme, y que hiciese sitio en la biblioteca, para poder exponer todas las medallas que su esposo traería.
La empleada, la cocinera, la limpiadora y el chofer: ellos también eran felices.
Era una época idílica & cómoda, y ahora se convertiría además en HEROICA.

Sin embargo, el artista se interroga más allá de eso, que no deja de estar en los libros de Historia del siglo XX. Quizá siente que todo no es más que una gran obra de teatro, al igual que lo pensó Goethe en su momento, o los propios griegos, a los cuales Solari no escapa. Imposible evadir, eludir, la tragedia de la existencia humana. Esa tragedia, que comenzó a perfilarse con los ciegos, cobró una materialidad atroz con las viudas y los huérfanos y con el vino del Führer, se hace visible en la serie de cuadros en blanco y negro.

¿En qué piensa cuando trabaja en su serie en blancos y negros, de trazos firmes, som­bras y luces, en espacios grandes, más grandes que lo que ha diseñado hasta ahora? ¿Qué armazón escenográfica está preparando, para una obra futura que todavía no tiene una forma definida?

                    

Estas preguntas son las que me llevan a referirme a prospectiva y no a retrospectiva. El artista sabe inconscientemente, mucho antes que su propia consciencia se lo señale, lo que le depara el futuro trabajo, la creación por venir. Hay en la serie de Solari un con­junto de símbolos que después se convertirán en protagonistas de videos como Libertad (2004-2010) o Té en Kabul (2010). ¿Lo sabía, lo intuyó, lo pensó de antemano con tanta anticipación? Creemos que no en un modo explícito o consciente; creemos que el ger­men de su preocupación ya comenzaba a desarrollarse sin que quizá fuera consciente de él.

¿Cuál es esa semilla que dará frutos? La de la violencia, la de la tensión de la existencia. A la luz de lo anotado antes, la mención a la tensión de la existencia podría provenir de una postura cuasi darwiniana, pero esa interpretación sería muy obtusa. De Darwin a la supremacía aria hay un solo paso, que bastó para acusar al científico genial de nazi, y no es éste el caso ni la intención. No. La tensión y la violencia de la existencia, que el autor descubre, una vez que los ojos de los ciegos se abren (y no en vano son sus lecturas recurrentes: Heimito von Doderer, y Joseph Roth, ambos aedas del fin de un imperio, de una época, de una manera de ver y vivir el mundo), laten por debajo de sus trazos. Y después explota. No es posible, tampoco, creo, separar la peripecia personal de Solari de su propio arte. Bayreuth, cuna de una nueva ópera, del Gesamtkunstwerk de Wagner. Y su posterior estancia en Bamberg. Ciudades emblemáticas. Creo que los enormes cuadros en blanco y negro, las escenografías para una obra que todavía no fue escrita, de algún modo se relacionan con el gran músico alemán. Justamente allí el Rey de Ba­viera, Ludwig II, le prometió fundar un teatro para su festival. Ese festival continúa hasta el día de hoy, y conocemos la pasión de Solari por la obra de Wagner, por la ópera en general. Sabemos también que no fue una ciudad que amó particularmente, pero sin duda que la grandeza de los bosques y el peso de la ópera se colaron en esos cuadros. Además, Bayreuth está emparentada con aquellos ciegos: es una ciudad pequeño-burgue­sa, que durante la guerra no tuvo ningún inconveniente en ser nacionalsocialista, con todo lo que eso significa. ¿Los trazos oscuros, agudos, que irrumpen en el espacio, se adelantan a las cárceles que años después produjera? La estancia en Bamberg reviste otra simbología. Bamberg por su pequeñez casi campesina, donde el espíritu alemán tam­bién se percibe en cada recodo, en cada gesto, en cada tienda. Es una ciudad barroca –época que el artista señala como la que más lo inspira- , más allá de los trazos que aún persisten del medioevo. Es, para mí, entre esas dos ciudades que se completan los anda­miajes, aquellos de los que habláramos en blanco y negro, prolegómenos para una esceno­­grafía y una puesta en escena. Y en el trabajo de Solari irrumpe Montevideo arde (2001).

          

Aquí los ciegos, que habían cruzado el Atlántico, huyendo de las guerras, se han con­ver­tido en inmigrantes. Son restos de familias separadas por montañas y mares, que sin embargo mantienen la característica que los obligó a dejar la vieja Europa. Ciegos toda­vía, ven ahora incendiarse lo que con tanto esfuerzo habían construido en la patria que los acogió. La ceguera de allende el Atlántico, en la vieja Europa que se consumió en las dos guerras, alcanzó las tierras de donde es oriundo el artista. Nada se salva, parece querer decirnos, y vemos las llamaradas sobrevolando las casas y las villas de la parte de la ciudad propia de aquella burguesía instalada en el sur del continente ameri­cano. No sólo la ciudad arde, sino que uno de los símbolos que la representan, el Cerro de Monte­video, bastión de la revolución independentista y punto de entrada a la ciudad (y uno de los reductos más combativos de la década dictatorial) también arde, y con eso toda la ciudad. Desde la altura, el artista ve incendiarse un sueño.

No puedo menos que detenerme en un texto del autor del año 2001:

Montevideo arde
La tarde del sábado fue larga, tan larga que se hizo noche y luego madrugada. La fiesta no quería terminar. En la casa del ministro corrían champagne y licores. Había suficientes razones para ello: los últimos contratos con los países vecinos le prometían a la ciudad la duplicación de sus ingresos. Las negociaciones habían sido largas y difíciles, pero hoy, en este sábado resplandeciente, todo había llegado a un final feliz.
Los hombres estaban alterados & nerviosos, no solo a raíz del éxito, sino sobre todo a causa del champagne y de las mujeres. Ellas también estaban agitadas, por los hombres y  la humedad cálida de la noche, que exacerbaba los sentidos. Durante el baile se sudó mucho; los vestidos & los trajes se fueron aflojando. El perfume de jazmines & magnolias se mezclaba en la sala con un agradable olor a cuerpo, casi animal.
Muchas parejas paseaban por el jardín, o, sentadas sobre bancos de piedra, se abrazaban & besaban. Algunas yacían sobre el césped y se amaban.
Luego del amor se sirvió té frío & helados. Luego de los refrescos las parejas continuaron amándose.
Desde el parque de la mansión se tenía una magnifica vista de la ciudad. Hasta el río, que era ancho como un mar y que al amanecer brillaba como plata. El ministro observó esa ciudad con cariño, su ciudad, por la que tanto había hecho. Estaba conmovido & emocionado. Durante toda una hora se quedó allí parado, inmóvil, observando. Pensando. O quizás no. Luego comenzó a bajar lentamente la cuesta por anchas y sombreadas avenidas.
Todo había sido muy bien preparado y poco tiempo después el ministro había encendido las primeras pilas de leña. La ciudad comenzó a quemarse de una forma magnifica, como solo arde una ciudad tan hermosa. Nadie se dio cuenta, salvo los invitados, arriba, en el jardín de la mansión, que disfrutaron largo tiempo del maravilloso espectáculo.
Casi todos los habitantes de la ciudad murieron ese día, quemados o asfixiados. Los que consiguieron sobrevivir murieron días después, de tristeza.

Sí, años después, cuando el artista ya ha entrado en la madurez, nuevamente ve incen­diarse aquel sueño, aquella vida ordenada, armoniosa, presta a cantar las loas a todo aquello que se daba por bueno. El salto, entonces, es esperable, aunque sorprendente. De la ciudad quemada, del magnífico texto que representa ese adiós irreversible, surge la puesta en escena de las viviendas más pobres e indignas que el ser humano puede darse para sobrevivir: aquellas que son construidas con los desechos del consumo de los demás (Nuevo Montevideo, 2002-2003).

                          

Y eso muestra Solari sin temor a impresionar, a insultar la comodidad de una vida que se nutre del consumo más absurdo y ciego (y otra vez la ceguera). ¿En qué radica la va­len­­tía del artista? En que recrea algo que en su Europa, la que ha elegido como lugar de vida, todavía no existe, e instala esa visión en medio de la Bamberg barroca, histórica, inta­chable.


Aunque no lo hace, porque más de una vez ha insistido con que un artista jamás debe levantar el dedo índice, como un maestro de escuela, para expresar una verdad revelada, leo entre líneas un pensamiento: “Esto que no vieron los ciegos, esto que vino después del incendio, es lo que nos espera a todos. Nos guste o no, no podemos hacer nada para impedirlo, a menos que abramos los ojos y nos volvamos otros.” Solari ha leído a Peter Sloterdijk, quien se preocupó sobre el cambio. “Du musst dein Leben ändern” (2009) es el libro en cuestión, y quizá se trate de un concepto que hizo suyo sin darse cuenta.

El arte es la llave para volverse otro, para comprender que es necesario un cambio, abrir los ojos. Y tras la serie de las casas de cartón y desechos, que consternan e increpan al público porque lo obligan en meterse en espacios reducidos y sucios, surgen nuevamen­te imágenes en video, fuertes, violentas, que se desangran en su impotencia.



Las flores que llueven sobre Frankfurt. La ciudad derruida. Todas las ciudades en ruinas. ¿Hay acaso un ave fénix en alguna parte? No es clemente el artista, no perdona, ni se per­­dona a sí mismo. Retoma aquella escenografía densa y cruel para armar la terrible Libertad (2004-2010), que recientemente fue expuesta en el Museo de la Memoria, en Montevideo, su ciudad natal, y que tanta revulsión causó en el público. Basta con leer el texto de Carlos Liscano del año 2010, ex preso político, y actual director de la Biblio­te­ca Nacional de Montevideo, en esa misma prisión que Solari recrea, para comprender el alcance y la densidad de lo propuesto.

Lo molesto no son los ruidos, es el no saber quién los hace. Es una frase que pensé hace muchos años y nunca escribí. No necesité hacerlo. La recuerdo siempre que un ruido me molesta. Si logro identificar el origen del ruido, deja de molestarme.
Fue lo que se me ocurrió cuando por primera vez vi Libertad, el trabajo de Héctor Solari. Hay en él golpes, ruidos, que me molestan. Del mismo modo que aquel día, hace más de treinta años, me molestaba una puerta que se golpeaba y yo no lograba ver. Fue así: era invierno, hacía viento, y una puerta pequeña, de metal, que quedaba fuera del ángulo de mi visión, se golpeaba y me golpeaba. El ruido, monótono, durante quince o veinte horas de corrido, llenaba la celda, se me metía en la cabeza, no me dejaba hacer nada. Parecía que en el mundo solo existiera aquel golpe repetido, que se transformaba en un castigo. Un castigo que no venía de la voluntad de nadie, que era la conjura contra mí del viento y una puerta que alguien había olvidado cerrar. Yo sabía dónde estaba la puerta y de modo totalmente irracional me parecía que, si lograba verla, el ruido dejaría de molestarme. Así fue que surgió la frase, tratando de definir aquella molestia que un hecho “incausado” me provocaba.

Y entonces irrumpe la guerra. Imprevistamente, como cualquier guerra, no importa qué tan anunciada esté. No importa que sea la “crónica de una muerte anunciada”. El primer bombardeo, el primer aullido de dolor; el primer edificio que vuela por los aires, siem­pre es atroz. Sin embargo, en Té en Kabul (2010), Solari recrea una y otra vez, con minu­­­ciosa lentitud, los embates del enemigo que arrasa una ciudad y un país que en su momento resplandeció por su cultura, su brillantez, su filosofía y su arte. De Kabul apenas nos quedan las imágenes brutales de los tanques que entran a la ciudad; las mu­jeres escondidas bajo las burkas y una taza que se hace añicos. Y no conforme con ese maravilloso video, que recrea imágenes con unos dibujos que sorprenden por la fineza del trazo y la precisión de las figuras borrosas, agrega el libro. El libro que regis­tra paso a paso los estudios sobre la guerra, sobre el campo de guerra. Y el grupo de dibujos y bocetos que se convirtieron en ese video. El conjunto: dibujos, libro y video explota ante los ojos atónitos del espectador, y junto a la música y el sonido, el ánimo se va oscureciendo, y por fin se instala la realidad. Si un artista se propone modi­ficar al espec­ta­dor, inducirlo a pensar, sentir y reflexionar, es lo que Solari logra, con suma y fina ele­gancia, con este trabajo. Nadie entra y sale igual de esta exposición. Nadie sale ciego. Se puede entrar ciego, como aquellos hombres y mujeres de los retra­tos que men­cio­na­mos al principio. Pero la ceguera pierde sus vendas, abre los ojos y la luz es incle­mente. Imposible volver atrás, nos dice el artista. Se pierde la virginidad. En Último vuelo (2005), un breve video, casi de corte documentalista, podemos intuir el preámbulo a su último trabajo, Té en Kabul. Sobre ese asunto, el artista expresó:

En realidad es más que nada el atentado del 11.09.2001 lo que ha hecho cambiar claramente la postura del arte frente a la realidad y su responsabilidad política. Si bien la caída del muro genera un vacío ideológico y permite la “canalización” de los contenidos en el arte, esta situación vuelve a cambiar tras el atentado a las Torres Gemelas. Creo que a partir de esa fecha ya no es posible un arte completamente desligado de la realidad política mundial, aunque esta realidad no se perciba ya en términos ideológicos ni como dicotomía entre el bien y el mal.

La preocupación explícita, la manera de asumir lo ocurrido en el nefasto setiembre a comienzos del siglo XXI, se plasma en Té en Kabul. No debemos olvidar que antes de ese trabajo, hubo otros relacionados con la guerra, quizá esbozos o intentos del incons­ciente que ya se alertaba ante los sucesos mundiales. Entonces creemos que el largo pe­ri­plo, que comenzó en el año 2000 con la serie de los ciegos, culmina con Té en Kabul, de 2010, y supone, casi como en el caso de una tragedia griega, el camino de un héroe (o antihéroe) que descubre la realidad a su paso, independientemente de que le guste o no. El arte es valiente; el arte está unos pasos más adelante de lo que percibimos y senti­mos todos, o, tiene la capacidad de ponerle nombre a lo que apenas nos anima­mos a nom­brar. En el caso de Solari, creemos que su trabajo es precisamente ese: mostrar, nombrar, abrir los ojos. Y vale la pena verlo.

Ana Solari, Tempagnano, enero 2011