Inicialmente, pensé centrar este artículo en la figura del escritor en relación con el proceso creativo de una novela, y enfocarme en la soledad existencial que lo rodea. Sin embargo, y repasando algunas lecturas de otros escritores y críticos, encontré el ensayo que escribió Ángel Rama en 1964, Diez problemas del escritor latinoamericano, y me pareció apropiado tocar algunos de los puntos que menciona, y que de algún modo se relacionan con mi tema.
Así, encuentro dos soledades íntimamente relacionadas: la del escritor, sí, ante su propio proceso de creación, y la del escritor inmerso en el contexto social donde lleva adelante la escritura.
Dice Ángel Rama: “El hombre se construye a sí mismo al construir un arte” (2006, pág. 3), y más adelante señala uno de los principales problemas de quien decide, sin saber en principio por qué (este artículo pretende dar cuenta de las diferentes explicaciones a ese fenómeno), dedicarse a la escritura: la sociedad no considera, aún hoy, que el trabajo del escritor sea tan importante y necesario como el de un médico, un abogado o un ingeniero.
Es brillante la argumentación del ensayista, que analiza la sociedad y encuentra que los primeros intelectuales que alcanzan el grado de especialización son los juristas y los médicos. Luego los maestros y los profesores; lo que supone que la sociedad en su conjunto decide darles fondos para que ejerzan plenamente su profesión, que entienden beneficia a la sociedad. Es decir, aquello que surgió en su momento como una vocación, adquiere un estatus que les permite convertirla en forma de vida remunerada. Significa esto que la sociedad valora, de cara al futuro, que estas profesiones son realmente útiles.
No es ese el caso de los escritores, que, en caso de tener éxito, recuperan todo lo invertido en su larga carrera gracias a algo que nada tiene que ver con la valoración del cuerpo social en su conjunto sobre la obra en sí y su pertinencia. Buenas ventas, en la mayoría de los casos, premios de envergadura, o cosas similares son el remedo que algunos perciben, generalmente al fin de una vida. Entonces la sociedad aplaude, sí, pero como puede aplaudir y festejar las gracias de un mono en un circo o de un malabarista en una feria de pueblo. El escritor es un adorno, alguien que da lustre a una charla o a una fiesta, pero que así como se lo convida, se lo olvida prestamente.
Esto significa que aún hoy, en los albores del siglo XXI ninguna sociedad ha considerado que un escritor lleva adelante una tarea que sea beneficiosa para la comunidad en su conjunto como para remunerlo por ello. Siguiendo a Rama, la mayoría de los escritores vive de otras tareas que no se relacionan con la escritura, pero que se vinculan con un quehacer intelectual: pueden ser funcionarios, periodistas, maestros, profesores. Se sirve de ellas para escribir y contribuye doblemente a la sociedad a la que pertenece: por el trabajo que hace y por la obra a la que le dedica el resto del tiempo.
En esa doble función, el escritor también está solo. Solo porque el entorno no es el de la literatura, y en él debe vivir y socializar con otros, y solo, también, porque una vez sumergido en su propio mundo ficcional tampoco hay con quien compartir las vicisitudes de la escritura. Pero además, como aclara Rama, las mismas capacidades intelectuales que usa en su labor diaria son las que requiere para su tarea como escritor, de modo que en realidad se enfrenta al proceso creativo con lo que le sobra de esas capacidades. Y, en el caso de un novelista, este problema se vuelve un escollo considerable, ya que una novela requiere de un proceso de continuidad, de largo aliento, un gran esfuerzo, sostenido en el tiempo, distinto por completo al dramaturgo, al poeta o al ensayista.
Es probable que –si pudiéramos encontrar el punto de arranque en la Historia- los primeros escritores no pensaran o tuvieran consciencia completa de esta trama compleja que no parece tener solución. Pero avanzada la historia de la literatura, el escritor que surge, que toma la decisión de serlo, sabe que hay un conjunto de escritores en el pasado que son ejemplo veraz y contundente de lo que le espera. Y sin embargo, cuando se toma la decisión, no hay duda de ningún tipo al hacerlo.
Entonces, ¿qué hace que alguien decida ser escritor? Si la cita de Rama es cierta, de que el hombre se construye a sí mismo a través del arte, la elección de convertirse en escritor supone una autoconstrucción, una decisión diferente a los rasgos físicos o la personalidad de cada uno, que viene con el nacimiento y se desarrolla con los años. El escritor, entonces, buscaría saber quién es a través de su escritura. Y si eso fuera así, entonces lo que encuentra son más interrogantes que certezas, y una insatisfacción permanente que sólo se aplaca con el hecho de escribir.
Algunos tildan a esta necesidad, a esta decisión, de enfermedad, como Vargas Llosa que, en Cartas a un novelista, intenta desentrañar la vocación como una predisposición temprana a “fantasear personas, situaciones, anécdotas, mundos diferentes del mundo en que viven, y esa proclividad es el punto de partida de lo que más tarde podrá llamarse una vocación literaria” (1997, pág. 12). Agrega Vargas Llosa, que esa tendencia no necesariamente convierte a esa persona fantasiosa en escritor, y que son pocos los que deciden dedicarse, sí, el resto de sus vidas a crear mundos enteramente de palabras. Quizá suene pueril pensar lo que esto significa: mundos de papel, mundos de cosas referidas que no tienen materialidad ninguna, y que el escritor, seguramente, tampoco terminará de desentrañar ni de comprender completamente.
Dedicarse a escribir, a fundar mundos inexistentes, descritos con palabras, es un acto de rebeldía, o de exclusión: el mundo que me rodea, el mundo en el que habito sin que nadie me haya preguntado si quería hacerlo, no me gusta, no es el lugar en el que quiero estar. Respondo a esa inquietud, a esa molestia, a esa imposición, me rebelo a ella, y escribo. ¿Qué escribo y a quién? En principio, a mí mismo. Lo curioso es que, ese punto de partida individual, íntimo, casi soberbio y egoísta, en algún momento llega al mundo real e influye de cierta forma a personas reales. Lo que en principio puede parecer inocuo: ¿quién le teme a un mundo de palabras? no lo es tanto: a lo largo de la historia, muchos, pero muchos de esos mundos literarios llenaron listas de libros prohibidos, fueron quemados, sus autores censurados o desaparecidos o ignorados. Todos hemos padecido alguna dictadura o conocemos a quienes la sufrieron, y sabemos lo peligrosa, lo odiosa, que resulta la literatura para algunos gobernantes. Entonces, en esa soledad en la que se encuentra el escritor, descubre también que forma parte de una historia de otros, solos y rebeldes como él, que han tenido que apañárselas de algún modo con esa vocación imperiosa que no cede con nada.
Una vez comenzado el proceso de escritura, resulta algo imparable. Se contagia a sí mismo. La literatura se convierte en la actividad mental principal en la vida del escritor, y aun si no está escribiendo, la mente - y él todo- está inmersa en ese universo. La vocación que lo alimenta se alimenta a su vez de él, en una extraña simbiosis que no tiene cura. Para los escritores, escribir es la forma de vivir, y eso ya lo dijo Flaubert cuando escribía Madam Bovary. Eso significa darse cuenta de que nada hay que sea más importante y necesario, imprescindible, que escribir. Y eso sume al escritor en una soledad profunda y sin salida. Puede, sí, alternar con otros, pero en el fondo, siempre, está alternando con el otro que está dentro de él, el escritor, que lo urge, le habla, le hace ver las cosas de otro modo, confundir, a veces, la realidad en la que vive, con la ficción que habita.
En definitiva, la escritura es como una droga, que exige ser consumida en dosis cada vez mayores, y que no tiene cura. Y así como el drogadicto hace su viaje en solitario, el que emprende el escritor también es así: en solitario. Tan en solitario que aunque intentara conversar, hablar con sus personajes, y realmente lo lograra, eso le mostraría que la otra cara de la moneda también es la soledad. Solo ante el mundo, ante sí mismo y ante el universo que ha creado.
Pero hay otro aspecto más en esta soledad que me gustaría analizar brevemente. Y para eso, voy a partir de la realidad diaria, la de cada uno. Alternamos en nuestro entorno, familia, trabajo, vía pública. Hacemos relaciones con los demás. Tenemos el tiempo de una vida para conocer a los otros y dejarnos conocer a nosotros mismos. La tolerancia, los valores en común, los intereses compartidos, la capacidad de comunicarse del ser humano, son herramientas que hacen posible la convivencia en sociedad. Conocemos, a veces más, a veces menos, a las personas con las que nos cruzamos a diario. Además, elegimos aquellas a las que queremos dedicarles más tiempo.
El mundo que crea el escritor no funciona según esas reglas. Es un mundo desconocido desde el principio. Y cada novela, cada cuento, supone un nuevo universo a descubrir. Descubrirlo de la mano de los personajes, que también son desconocidos. Apenas, con suerte, sepamos el nombre, una apariencia, alguno de los gustos o las fobias que pueda tener, pero no mucho más que eso. Es cierto que hay algunos –creo que cada vez son los menos, por lo pronto entre mis colegas, lo que voy a anotar a continuación, no es una práctica- que hacen fichas de cada personaje, mapas de los lugares, y organizan la vida realmente de cabo a rabo. Creo que fue Balzac quien se tomó ese trabajo –para mi gusto absurdo e inútil, porque es inabarcable- cuando se planteó la descomunal obra La comedia humana (inconclusa, por cierto). Digo que es inabarcable porque como en El jardín de los caminos que se bifurcan, de Borges, un personaje tiene casi infinitas posibilidades de existencia, de alternar y de comportarse con los demás y su entorno, puesto que existe allí, en el momento en que el escritor lo decida. Y como no tiene una vida real, ni una motivación real que lo mueva a actuar, a ser, no puede el escritor prever lo que ocurrirá. En su soledad, y si el escritor es grande y lo deja realmente en libertad, verá cómo ese hijo se mueve a su gusto, sin que él, el escritor, pueda intervenir verdaderamente. Pero no sabe lo que hará, y no tiene con quién compartir esa angustia existencial primaria. La misma soledad, pienso a veces, que pudo sentir Dios después de que dejó a Adán y a Eva en el paraíso. La gran diferencia es que Dios, si quería, y de hecho la Biblia pretende ser esa demostración, podía hablar con los personajes. El escritor, por más que quiera, por más que lo intente y hasta llegue a volverse loco, no puede hacerlo. Puede enamorarse de su personaje y saber que ese amor no se consumará nunca; puede padecer por los errores evidentes del personaje y no estar en condiciones de impedirlo. ¿Cómo podría interferir con una vida que se forma de palabras, de elipsis, de analepsis y prolepsis, de adjetivos y sustantivos? Y si suena a locura, en el fondo lo es. Uno padece el pathos de sus criaturas. Recuerdo lo que me ocurrió una vez con una de mis novelas, Zack. Allí, el protagonista, Zack, a quien yo amaba perdidamente, se encuentra, en su periplo, con una mujer, Irina. Necesito aclarar que el escenario era apocalíptico y que los personajes estaban perdidos, sobrevivientes de una catástrofe (nunca supe cuál) y que hacían lo que podían para vivir en un entorno sumamente hostil y peligroso. En realidad, sobrevivía el más fuerte, el que podía adaptarse mejor a un mundo que ya no era el que conocemos. Zack tenía un carácter fuerte, digamos, estaba preparado para sobrevivir sin lastimar a los demás, un solitario. Se encuentra con Irina y ambos viajan durante un tiempo juntos. Ella es más débil, no se adapta al mundo y a una vida transhumante, y llegado un momento, no resiste más y se declara culpable de un crimen que no cometió para que, al menos, en una prisión se sintiera segura otra vez. Recuerdo hasta el día de hoy el momento en que mi personaje entra a una especie de comisaría y dice ser la culpable. Me tomó por sorpresa –a mí y a Zack, que no pudo impedir esa acción- y me afectó tanto que grité, realmente grité del espanto, y dejé de escribir y lloré. ¿Por qué Irina, a la que yo quería tanto, a la que le había dado una vida y un pasado encantador, que además podía armar una especie de vida con Zack, tomaba esa decisión tan terrible, tan traidora de su propia esencia? ¿Qué había hecho yo mal en mi creación que se convertía en lo opuesto de lo que yo había pensado que podía llegar a suceder? Alguna vez he pensado que las novelas –las mías- se escriben durante largos períodos a nivel inconsciente, y que después, cuando me siento a escribir, simplemente soy una especie de traductor de ese inconsciente. Ubico ese lugar de la creación inconsciente a la altura de la nuca, no sé por qué, pero sé que allí se cocina lentamente esa enorme olla burbujeante hasta que irrumpe y se hace consciente. Cuando ocurrió eso que cuento sobre Irina, me sentí mal y sola. No podía compartir con nadie ese malestar. No era lo mismo que hablar con un amigo para decirle que mi hijo, de pronto, se había vuelto delincuente. No. Era mucho más profundo y denso que eso. Era un intangible que ya no tenía solución de ningún tipo. Irina fue a prisión y Zack asistió a todo eso en silencio, de ceño fruncido, desde lejos, horadando el camino de tierra con un pie enfundado en una bota recia. Y yo asistí desde el lado de acá, sin saber ni comprender las motivaciones íntimas de Irina, aquellas que yo jamás conocí ni preví. Entonces, el escritor conoce y no conoce a sus personajes, sus ambientes, incluso las jergas que usan o los pensamientos últimos. Hay una capa de los personajes que es tan desconocida como pueden serlo los pensamientos de las personas que nos rodean. Eso es, a veces, una suerte, pero otras veces es algo terrible, una verdadera maldición.
Me ocurrió, con El señor Fischer, que hubo un hecho en su vida que yo considero deleznable, y cuando apareció, porque yo desconocía su vida, también me produjo un espanto similar. A solas con él, enfrentada a ese momento particular de su vida, no encontré el verdadero motivo para su actitud. ¿Son planos los personajes? No lo creo. Pero un escritor debe aceptar esas cosas, cuando hace ficción, y como dijo el escritor uruguayo Miguel Ángel Campodónico, la verdadera verdad está en la ficción. Simplemente, y yo estoy de acuerdo con él, que es una verdad cuya explicación permanece oculta para el escritor que la inventa. ¿Se puede psicoanalizar a un personaje? Creo que es imposible, puesto que el escritor, de su personaje, apenas conoce ese pedazo, esos fragmentos que están en la novela. Puede imaginar, suponer, intentar reconstruir, a partir de los fragmentos, cómo ha sido su vida toda, día a día, incluso querer hacer una biografía completa de él. Pero no parece posible. Entonces una vez más vuelvo a lo del principio: eso lo sumerge a uno en esa soledad que no tiene remedio. La soledad de hablar a la nada, porque ninguno de ellos puede respondernos.
Hay otros aspectos, al menos que a mí me ocurren y que refuerzan esa soledad, ese estar en solitario, como a la intemperie, cuando se escribe. El espacio en que ocurre la historia, que da forma a la trama y al relato. Ese espacio se nutre de todos aquellos que el escritor conoce, de la vigilia y también de lo onírico. Arma un mapa de una ciudad –a menos que explícitamente recurra a una real- que no existe, y que sabe que jamás podrá conocer. Apenas, con suerte y según la necesidad de la novela y de su extensión, podrá detenerse en alguna esquina, en alguna avenida o parque; y si es un paisaje rural, habrá una montaña nevada que tiene lejanas reminiscencias con alguna real, pero no. Porque habrá detalles que toma prestados de otros, o que simplemente inventa. Es decir, vive, habita con sus personajes, un sitio que no existe más que en su visión interior. No puede internarse completamente en él, porque ni siquiera tiene tres dimensiones; apenas las dos que le permiten las palabras, y las secuencias narrativas. ¿Qué hay detrás de aquella puerta que el personaje jamás abrirá, porque no le corresponde hacerlo? ¿Y si allí hay otro mundo fascinante? ¿Qué se esconde en ese callejón del que el escritor sólo necesita la luz tenue del farol para que la sombra del personaje se refleje vagamente? ¿Por qué no ingresa en él, como haría yo en su lugar, en caso de que tuviera toda la libertad del mundo para hacerla? Me ha pasado de soñar que visito y recorro los lugares de mis personajes. Tengo un sueño recurrente, que surge con claridad cuando estoy en pleno proceso de escritura. Se trata de una ciudad que no existe –a veces creo que se emparenta con Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino-, con construcciones en ladrillo rojo, una amplia explanada, callejones y en alguna parte, un puerto. Sé que hay un puerto porque alcanzo a ver las grúas. En ese sueño, estoy en esa ciudad, y cada sueño me permite conocer un fragmento diferente: así, descubrí que más allá de la explanada, si tomo una calle a la izquierda llego a un parque lleno de rosales y enredaderas; pero si tomo la calle de la derecha llego a una especie de bajo, donde se comercia y trafica con cosas que presumo ilegales y peligrosas, pero que no sé qué son; sólo respiro la tensión y la amenaza que hay en el aire, y debo irme de allí. Apuro el paso, cruzo una plaza vacía y estoy en una parte que me gusta, similar a la plaza mayor de Madrid, con sus pasivas y sus corredores techados, donde hay gente que bebe incansablemente vino o cockteles, y conversa. Nadie allí parece verme, me meto entre las mesas, los miro, pero ellos a mí no. No existo para ellos, del mismo modo que no existo para mis personajes. Ninguno de mis personajes sabe que yo existo. Y cuando uno los ama, es eso, un amor terrible, como cuando uno ama a alguien que sabe imposible y no puede siquiera acercarse a esa persona. La ve de lejos. Pero con los personajes uno convive un largo tiempo, el de la creación, y el de después, cuando salen a la luz pública y alternan. Entonces los lectores hablan de ellos, opinan, los sienten cercanos o lejanos. Y ellos están allí y siguen sin saber quién es uno.