miércoles, 25 de febrero de 2015

kalamata, despedida: entonces conocí a kate (homenaje torcido a los hippies)

kate tiene 69 años, fue beatnik afrancesada y después, a mediados de los sesenta, se hizo hippie. es como escuchar a kerouak a punto de escribir on the road. es una mujer preciosa.

se parece a joni mitchel y a Marianne faithfull y a John mayal, porque tiene el pelo lacio y canoso y lo que menos parece es una británica de pura cepa. aunque como es del norte, el acento es un poco diferente y más amable y simpático que el de los londinenses. y habla con una cadencia distinta, más pausada, lo que la hace comprensible. y deja que le saque una fotografía.

dice: en mi adolescencia, los rolling stones y los beatles no sonaban para nada, y nosotros pensábamos en francois Hardy y en Sartre. éramos franceses, andábamos con los libros de jean genet bajo el brazo. hasta que empezó a sonar aquella música.

vive aquí y allá, y cuando la hija tenía siete años, se fue a afghanistán, antes de que "empezara todo", y anduvo entre Kabul, istambul y otros lugares, a dedo, yendo y viniendo.
conoció a su actual compañero de casualidad, haciendo dedo. resultó ser un inglés, "el chico de la casa de al lado", y ese encuentro era imposible, pero vio su pasaporte y el apellido le sonó conocido y resultó que eran de  un pueblo, increíble  que dos personas coincidieran en un lugar tan alejado como Pakistán. parece lao tsé y su relato de la aldea: si el relato de la aldea es real, representará a cualquier aldea del mundo.

entonces kate dice que vayamos a cenar a un lugar que no es muy "fancy", pero que es real, queda acá nomás, cruzando la avenida, a donde van las familias griegas, y es cierto. pero antes hay que pasar por un kiosco a comprar papel para armar cigarrillos, porque sólo fuma armados. "lo demás es porquería", dice.
allá vamos.
es una taberna, una fonda. se puede fumar, agrega, lo cual es bueno.
pide vino de la casa, que traen en esas jarras de metal que lo mantienen frío una eternidad, y después elige platos del menú: un verdadera cena griega, como comen los griegos cuando son griegos, pese a la crisis, pese a todo. "comida de campesinos", aclara, y se entiende lo que quiere decir.
los restaurantes se parecen a todos: acá, en parís, en Berlín, en Milán, en Madrid. se pierde el sabor de la cosa en sí.
estoy de acuerdo con ella. porque el queso picante y frito viene envuelto en papel de aluminio y no hay platos si no se pide, y las papas huelan a las de cocinaría alguien en su casa.

unas tortillitas de garbanzo, una pasta con camarones, unas papas asadas y un queso picante, un pan negro gruesísimo y ancho. y el vino. y los cigarrillos.

(dios nos salve y guarde de alguien tan aburrido como nuestro futuro presidente que anuló el placer de fumar en un bar)

la conversación se desgrana entre los rolling stones, pink Floyd,king crimson y alguna otra cosa. después al humor inglés y después a lo cosmopolita que puede ser una sociedad antes y después del terrorismo. antes, dice, los policías ingleses no  usaban armas y uno se sorprendía en otros países al verlos armados. los ingleses usan armas para cazar. y tenemos una reina. extranjeros creen que la reina gobierna, pero no. y no tenemos presidente. ríe.

como hippie y beatnik, viajó por diferentes países del mundo, en forma azarosa. incluso Centroamérica antes de la revolución sandinista.
kate me recuerda lecturas de la adolescencia, una suerte de ingenuidad y una certeza propia del primer mundo. dice que tanto le quitó gran Bretaña (y otros países como Holanda, Bélgica, etc.) a áfrica y asia, que ahora esos países lo quieren de vuelta. lo entiende y lo acepta. es curioso cómo se lee la historia de un lado y del otro. hablamos de hobsbawm, escuchamos trouble in mind y alguna otra cosa de aquellos años, y hablamos de Mike leigh, que es posterior, y que cuando era joven no tenía noción de lo que era gran Bretaña, y que ahora sigue sin tenerla, pero que de todos modos, cuando le preguntan qué le gustaría ser si no fuera inglesa, no sabe qué responder. "holandesa", dice al rato, "los holandeses me gustan, viví allí un tiempo". le pido que me relate su vida en afghanistán; y después de cuando fue voluntaria en un ashram budista en india, y que adelgazó diez kilos. y después quiere saber cómo es Sudamérica, y es difícil explicar que es como una colcha de retazos, con muchas costuras en común, pero con tantas cosas diferentes. me dice que no parezco sudamericana, y debo decirle que tiene razón. pero qué le vamos a hacer. ¿qué aspecto tiene un sudamericano? nadie sabe. no sé cómo pasamos a la heroína. dice que fue una sola vez, y que única. coincidimos, la heroína es para una vez y nunca más. estaba en india. en el templo de los monos, con su hija rachel, de siete años, en una tormenta portentosa. le pregunto por qué no escribió su peri8lplo. me dice que alguien escribió sobre un viaje similar, con una hija llamada rachel. coincidencia.
pero tiene una nieta que se llama ruby, que nació un martes. ruby tuesday, digo. sí, pero mi hijo no se dio cuenta. es la diferencia cultural.

- ¿eres periodista?- me pregunta de pronto.
- a veces - le respondo.
- tengo una amiga periodista, pero lo que escribe no me interesa mucho.
no sé qué responderle.
tiene los ojos brillantes, celestes, arrugas en algunas partes del rostro y dice que a su edad, después de haber pasado por tanta cosa, se siente como si tuviera 12 años. "hay todo para descubrir", dice, y espera que entienda, y creo que lo hago.
- ¿y qué piensas de los ingleses?- me pregunta de pronto, mientras arma el segundo porro.
(y antes quiso saber si me molestaba que fumara, y le digo: go ahead, en mi país es legal).
- los ingleses me caen bastante bien.
- ¿por qué?
- por el sentido del humor, que es negro y sangriento. por las películas y las series de televisión. y porque Londres me resultó un lugar donde la gente parece convivir pacíficamente.
le expliqué lo que vi y dijo que para un inglés es diferente.
nunca entenderé la diferencia entre "inglés" y "británico", pero más vale no preguntar.

sé que esta semblanza es inútil; pero kate -de quien no conozco el apellido y no sé si veré alguna otra vez en mi vida- representa al viajero universal, al que va y viene de un lado al otro, porque así creció, con un padre que recordaba la primera guerra mundial y la segunda guerra mundial y que decidió tomar clases de alemán, para comprender a "los otros" y que llevó a sus hijos a la selva negra, donde se dieron cuenta de que algo no funcionaba del todo bien, pese a que todos eran muy amables, pero ambas partes se sentían culpables no sabe bien de qué ni por qué.

entonces hablamos de la diferencia entre merkel y el gobierno, y los alemanes, en caso de que pueda hablarse de algo así. y digo que no sé, que mis amigos son alternativos, y los alternativos son universales, no tienen patria. y se ríe. y es como ver a janis joplin reírse, porque cuando le digo que el rock nació en gran Bretaña salta con jimi hendrix y me deja sin argumentos, y menos con el blues y con el jazz. bueno, es una inglesa avispada, me digo, hippie de verdad.

así transcurre la noche, y de Marianne faithfull pasamos a pachelbel,lenguaje universal, y tan luego me da algunas recomendaciones muy útiles para el viaje de regreso y me dice que me guarde las almendras ahumadas que trajo, que son buenas para un largo viaje. me muestra cómo apagar la llave del calefón y de la calefacción central, y me da consejos acerca de la estufa.
y después quedamos en vernos en york, en la casona que habita en los terrenos bajo el castillo, los terrenos de los primeros burgueses de la zona donde vive con aquel inglés que conoció en su hacer dedo en Afganistán y que resultó ser el chico de la cuadra.
- hace cuarenta años que estamos juntos; tenemos dos hijos en común, y dormitorios separados. y cada tanto me voy. y él se queda. y así vamos. no imagino la vida distinta de esto. es el día a día - dice y sonríe.
me prometo visitarla en york. y después encuentra la bufanda que dejó olvidada hace unos días y se emociona. la tejió una diseñadora de Ralph Laurent, su mejor amiga, que tiene un cáncer terminal.
el cáncer no distingue nacionalidades ni mundos. y se morirá pronto y se quedará sin su mejor amiga.

la acompaño a la puerta y le digo adiós. otro nombre para la lista. otra persona en la red de personas que navegan por el mundo y se cruzan y se entienden y después dejan de estar hasta la siguiente vez.

 

miércoles, 18 de febrero de 2015

beyrouth 6, en el bazar de abdul sattar

la lluvia torrencial y el frío amenazan seriamente los planes. pero de pronto, sale el sol, y es el momento de salir. primer destino, el "centre des artistes de la ville", léase "mercado de los artesanos", en francés, y con vista al mar mediterráneo. la visita vale la pena. un local grande y espacioso, con mesas cubiertas de  objetos, prendas, artesanías en metal, madera, piedra; jabones de todo tipo, ropa típica (hermosísima y muy cara), joyas, amuletos contra el mal de ojo y para la buena suerte, aceite de oliva de regiones ignotas, almohadones, alfombras, cortinas y otro conjunto de cosas cuyo destino desconozco. las dependientas, de uniforme azul que las hace parecer azafatas de air france, son amablemente distantes, y no sé si son libanesas, pero me recuerdan lo antipáticos que son los franceses, buena parte del tiempo. quizá es parte de su identidad. éstas podrían perfectamente ser parisinas. y esa fría amabilidad hace que salga pronto de allí, vuelva al mediterráneo y vea a los primeros pescadores de la mañana lidiar con anzuelos y carnada, porque se ha levantado el viento y las olas rompen contra uno de los farallones.
mi intención es ir a los souqs por la rambla; y de pronto, como escondido entre un restaurante que ofrece comida de mar, que está cerrado y en muy mal estado, y otro tenderete cerrado a cal y canto, una vidriera en la que se abarrota cualquier cantidad de objetos disímiles, como si fuera - y lo es- un bazar. en la vidriera hay lámparas a mantilla, cacerolas de bronce para preparar café "turco", estatuillas de siluetas fenicias, fotografías un poco desteñidas, sombreros, rosarios. entro. delante de una mesa hay un hombre arreglando algo, con una pinza muy delicada que contrasta con sus manos fuertes; y entonces aparece quien después conoceré como "sattar". es el dueño. un libanés que ha de rondar los setenta años, muy afable, que me da la bienvenida y  me pregunta de dónde soy. cuando le digo, me dice (como han dicho todos hasta el momento): "ah, en uruguay hay una gran colonia libanesa" (y después de leer algunos artículos, llego a la conclusión de que todos los libaneses del mundo se conocen y son familiares entre sí. de acuerdo a lo que me dijo ayer Madelaine, la diáspora libanesa reúne a 20 millones de almas). le pregunto si puedo husmear y dice que por supuesto, y me va mostrando lo que para mí son tesoros. ay, uno se quedaría con todo. pero no es posible. y sobre cada cosa que pregunto, tiene una historia que contar. el  backgammon lo inventaron los turcos, pero no lo juegan, lo introdujeron en el Líbano, le dieron la espalda, y los libaneses son campeones mundiales de backgammon. se ríe y  me muestra diferentes tamaños y diseños, cada uno más hermoso que el anterior. sobre el ajedrez "yo lo vendo, mi vendedora sí juega". y efectivamente, hay una mujer joven, sentada en un taburete jugando al ajedrez. me muestra joyas, algunas antigüedades. le pregunto de dónde son y dice que muchas fueron descubiertas en la propia Beyrouth, que "está construida en capas, siete, y cuando se hace un edificio nuevo o se tira abajo una casa, entre los escombros aparecen cosas". "como qué?" muestra: cajitas de plata para guardar pastillas; pulseras, un ananá en miniatura en plata; collares, perfumadores, un peine de plata. sigo revolviendo. un sombrero al viejo estilo, de mujer, me vence, y una pulsera de plata y ónix. se amontonan las cosas, y es agradable su charla. le pregunto el nombre y dice "abdul sattar, pero me dicen sattar". le tiendo la mano. quiero pagar, una máquina no funciona, dice "vamos al banco". caminamos. para cruzar la calle dice "sígame" y se mete entre los autos que semi lo esquivan. en el banco, el guardia nos mira. cuando pasamos por el hotel Saint George, dice: "la bomba que mató a Hariri destruyó mi tienda. bum, atómica". me despido y me pregunta si sé seguir mi camino, le digo que sí. entonces sonríe: venga a verme, la invito a tomar un café. antes de las seis. le digo que lo haré.
después sí, al souq, a escuchar las plegarias de las mezquitas, y tomar un café libanés en el grand café. el mozo me reconoce. el sol brilla, el tráfico es menos pesado de lo que pensé, o quizá uno se acostumbra. en todo caso, ya no me resulta tan difícil cruzar las calles y avenidas. y entonces decido volver y tomar el café con sattar. antes, cerca de su bazar, consigo el tabaco y el carbón y los filtros para la narguila. la mujer que atiende es vieja, con ojos celestísimos, y fuma. parece seria, y casi no me hace caso. me da las cosas sin decir nada. y sin explicación -vaya uno a saber en qué pensaba y después dejó de pensar- sonríe, me dice "bienvenida al Líbano, deseo que vuelva, que este no sea su único viaje". sale y se sienta al sol a fumar. cerca, unos gatos se acercan a jugar. le pregunto si puedo tomarle una fotografía y hace que no con la cabeza. ¿de la tienda? sí, puedo. y vuelvo a lo de sattar.

 "ha vuelto", sonríe y le dice a la vendedora que prepare dos cafés. le pregunto si es de aquí, y dice que sí, que nació aquí, pero que su padre era de India -nombre de ciudad incomprensible- y que viajó a Irak, donde conoció a su esposa, de modo que su madre era irakí. Luego viajaron a Egipto, por negocios, a Trípoli, a trabajar en el petróleo, luego a Haifa, y en los años complicados vinieron al Líbano y aquí se quedaron. Esta tienda existe desde 1952. Entonces sí le pregunto por la bomba. Se ríe y dice: todo voló en pedazos, los vidrios, las cosas, y yo salí herido. Mi vendedora me salvó; no sabía que podía saltar con tanta velocidad. me empujó, me tiró al suelo y saltó.
ambos ríen. recuerda la Beyrouth de antes, la de las fotografías en sepia que me muestra. me da una silla. le digo que no quiero robarle el tiempo, que tiene que trabajar. dice: pues que los clientes esperen afuera, los ve? que hagan cola, estoy conversando con usted. y entonces le pido que me muestre lo que hay en esas bandejas bien abajo, y qué es esto y qué es lo otro; después me pregunta si hablo árabe. le digo que no, que sólo tres palabras. "¿cuáles", quiere saber. le digo: sushkrat, habibi, mahaba. dice: aprendió tres hermosas palabras. me alegra. a mí también. y no sé por qué le pregunto si conoce a Ibrahim. y dice: el que tiene esa colección? por supuesto, somos amigos y vecinos. le digo: no puede ser, usted vive en ain el mreissé? y dice que toda la vida ha vivido aquí, igual que la vendedora. le digo que yo también y quiere saber dónde. hago un dibujito. dice: sí, somos vecinos. qué increíble. doblemente bienvenida. la vendedora también se ríe. es una rara coincidencia, creo. me pide que le dé saludos de parte de sattar a Ibrahim. le digo que si lo veo, con gusto lo haré.
después, ambos dicen que he de quedarme  más tiempo en Beyrouth o volver; la primavera, agregan, es hermosa aquí; y sí, ha de serlo. ojalá pudiera, pienso. ni siquiera sé si mañana voy a ir a byblos, depende de cómo esté el clima.

sí, es hora de regresar. pero el mar vuelve a atraparlo a uno. hay un hombre parado, que mira el horizonte y fuma, y otro que espera un taxi.

volver es una buena decisión, porque a poco de llegar, vuelve a llover a cántaros. después escucho las plegarias de la tarde; seguimos con apagón, hace mucho frío, y me doy cuenta de que me olvidé de tomarle una fotografía a sattar. es una buena excusa para volver mañana y revisar un poco más.
 

martes, 17 de febrero de 2015

beyrouth, 5: los sauditas que querían ver la nieve

En House of Stone, Anthony Shadid dice que "bayit" en árabe significa casa, pero que la connotación del término es mucho más amplia y que se refiere a hogar y familia. "En Medio Oriente", agrega, "bayit es sagrado. Los imperios caen; las naciones desaparecen; las fronteras se mueven o se realinean. Viejas lealtades se disuelven o, sin previo aviso, son alteradas. El hogar, no importa si es una estructura o la tierra familiar, finalmente, es la identidad que no se desintegra".

Bayit o beit, como también se ve escrito en algunos carteles: es que a 20 km al sur de Beyrouth se encuentra Beit Eddin (casa de la religión), donde el príncipe Emir Bashir (1788-1840)  construyó el palacio que alberga los mosaicos bizantinos más imponentes del mundo, palacio que se conoce también como la "alhambra del Líbano", así como los baños inspirados en los romanos (frío, templado y caliente) y las salas de negociaciones y los techos tallados en cedro...

Y ese lugar prometedor se encuentra en uno de los valles del Mont Lebanon, una de las cadenas montañosas donde crecen los cedros que son el símbolo del país (y que lo hicieron codiciado en la antigüedad), el Shouf, que en árabe significa "¡mira!" porque el paisaje es realmente un sueño.

Pero para llegar allí hay un principio. Y el principio se llama Nakhal agency, que ofrece tours por todo el país, uno que lleva precisamente a Beit Eddin, Deir El Kamar, Los cedros de Barouk, y termina en Baytna, un caserón de casi 300 años, construido a la manera típica libanesa "piedra por piedra", tal como describe Shadid en el libro mencionado. En Barouk nació el poeta Rashid Nakleh, autor del himno nacional del Líbano, y el punto más alto de este valle es la montaña Jabal el Barouk, a 2221m sobre el mar. Porque, más allá de estos picos nevados, el Mediterráneo corre a todo lo largo del Oeste del país.

En la agencia esperamos, una guía turística libanesa que habla español con acento francés, al resto del grupo, que demora. Por fin, los vemos llegar. Se trata de cinco hombres jóvenes oriundos de Arabia Saudita, que hablan árabe a altísima velocidad y que trabajan al norte de Beirut, a 20 km, en una compañía papelera. Tienen el día franco y coincidimos en este viaje. Lo que quieren es ver la nieve del Mont Lebanon, el resto no les interesa demasiado. De modo que ni la Iglesia (ortodoxa) de San Jorge (patrón de Beirut y del que se dice que venció precisamente aquí al dragón), ni las ruinas de los baños romanos, ni la comandancia de los otomanos durante su mandato, ni el Museo Nacional con las esculturas de los niños en agradecimiento al dios Eshmun (que curaba niños), ni la base de la columna persa y su capitel con los dos caballos siameses, ni las tumbas bizantinas que recuerdan el mito de Aquiles, ni las tumbas con cabeza humana y cuerpo de ataúd (griegas) ni los mosaicos que narran el rapto de Europa... nada de eso les interesa demasiado.

Y después tomamos la autopista, rumbo al Sur, y pronto se ven los caseríos y los edificios humildes donde me han dicho que viven los refugiados palestinos; con el Mediterráneo a los pies; y después se llega a Damour, poblado que fue completamente destruido durante la guerra civil, y que comienza a recuperarse, el perfil de una iglesia y de una mezquita contra el cielo que se ha vuelto del color del plomo y amenaza lluvia. En Damour hay un parador, Dagher, que ofrece una variadísima oferta de panes de todo tipo, así como de -llamémosle- sándwiches, aunque no lo sean, o "tortitas" de masa salada cubiertas por diferentes acompañamientos, como los zaa tai, con una pasta de aceite de oliva, orégano y semillas de sésamo, o los keshek, con un manto que parece dulce de damasco, pero que resulta ser queso de cabra horneado y un poco picante. La lista es larga; el café negro es sabroso, y la lluvia que se desata no impide que todos fumemos bajo un alero que apenas nos protege. Unos kilómetros más adelante, la autopista se bifurca y nos detenemos ante un puesto del ejército. Nos miran, el conductor muestra sus papeles, saludamos y nos dejan pasar. Entramos en el valle, comenzamos a subir la montaña. Madelaine, la guía, explica que allí es el cruce de dos ríos, y efectivamente allí está, un río encabritado y marrón, poderoso, que me recuerda al Urubamba, y el paisaje también recuerda al de ese valle peruano (habría que ver en qué paralelo quedan ambos países y si hay algún parentesco geográfico entre ambos).
Nos recibe un caserío, "Kfarhim", en el que sólo viven católicos maronitas y drusos; no hay musulmanes. El detalle curioso es que el primer kiosco de todos, el que está a la entrada, luce un cartel descolorido y en tonos horriblemente rosado-amarillentos, donde leo claramente "yerba mate elaborada". El kiosco está cerrado, y no queda claro si siguen vendiendo yerba mate elaborada, si "elaborada" es la marca o es lo que la distingue de otras (en caso de que haya otras), ni por qué en Kfarhim alguien vende yerba mate. El camino se angosta, y de un lado y del otro surgen casas construidas con la piedra amarilla y blanca de las canteras, la misma piedra que se usó para reconstruir la ciudad vieja en Beirut, y que le da a los edificios ese color tan particular. Madelaine dice que aquí vivía un hombre muy pobre, llamado Mosse, que soñaba con tener su propio palacio, y que empezó a construirlo a los 15 años. Cincuenta años más tarde lo terminó, y lo convirtió en un museo popular. Efectivamente, es un palacio, con almenas, torreones, y lo que lo distingue es que cada piedra -cada piedra- tiene un dibujo único tallado. Nos detenemos allí, y entonces aparece un auto negro, bastante deteriorado, del que desciende un hombre con un enorme bigote, vestido de negro, que saluda, abre la parte de atrás, y aparece un conjunto de cajones y cestas con dulces de todo tipo, que nos ofrece, que los probemos, un regalo en la mitad de la lluvia y el frío. Higos rellenos de nueces; damascos con queso y nuez; almendras ahumadas, galletitas de sésamo, nuez e higo; y otros dulces que desconozco, pero que son igualmente deliciosos. Y así como apareció, se despide, cierra el auto, arranca y desaparece en el camino de la montaña.

Y de pronto, el sueño de los sauditas se cumple: porque hay nieve aquí y allá, ha nevado no hace mucho y todo está cubierto de ese manto blanco que tanto los sorprende y los emociona, tanto que hay que detenerse, porque quieren tomar fotografías, tocar la nieve. Salimos, hago una bola de nieve y se la tiro a uno de ellos, Ahmed (se pronuncia ajmed), y como está helada, es como una pelota de tenis y él se la tira a Fahad, que la recoge y se la devuelve a Caled. Y así, parecen niños y no adultos, no técnicos, ni consultores ni entrenadores ni nada de lo que son que los trajo a trabajar al Líbano, porque se divierten jugando con la nieve y riendo y dando saltitos y pegándose algún resbalón.

El almuerzo en Baytna, en la casona de piedra que tiene 300 años, y que mira al valle de Barouk y los cedros, es típicamente libanés, y parece no tener fin. Entradas varias, con pan lavash, que me sirven ellos, cortado con la mano, humus de garbanzo y de berenjena, y labne con menta; los rollitos de repollo y arroz; la ensalada de pepinos y pan frito; y tan luego lo que se parece al suslaki griego, de pollo y de carne roja, algunos picantes, otros no; aceitunas negras y aceitunas verdes; salsa de ajo; los miro servirse y trato de imitarlos, hundir el pan lavash en el humos y hacerlo un rollito; pescar la verdura y agregarla, y disfrutar y fumar y fumar y reír. Hablan árabe, pero a veces se acuerdan de que estoy allí. Entonces cuentan de sus hijos (la mayoría tiene hijas mujeres, una gran casualidad) y dicen que el islam permite tener hasta cuatro mujeres. Digo: pero si una mujer ya supone "problemas", a quién se le ocurre querer tener cuatro! Se ríen y quieren saber si tengo marido (pícaros, me digo, pero no quiero ofenderlos: no me preguntan cuántos maridos tengo...). Hablamos. Les pregunto si son musulmanes, dicen que sí. Quiero saber entonces si sunitas o shiítas, y se sorprenden y que cómo es que conozco esa diferencia. Hablamos de eso, del heredero del Profeta, y de que en realidad, no hay tal diferencia. De los cinco que son: Ahmed Anqoor, Caled Faki, Mohammed Zuhar, Fahad Alsuderi y Ali Dahan, cuatro son sunitas y uno es shiita. Pero dicen que se entienden bien, que son amigos. Y el jefe es cristiano. Entonces me preguntan si soy cristiana y digo que no. Para no entrar en disquisiciones que pueden ser ofensivas (todavía recuerdo las discusiones con Susy, de Indonesia, que no comprendía cómo un país podía ser laico y una persona declararse atea), respondo que soy budista. Ah, dice Fahad, que es el más simpático y viajado, "Buddha", y eso dirime la cuestión. Ahmed entonces le pide a uno de los camareros una narguila, y le traen una maravilla de metal, con los carboncitos encendidos y una suerte de boquilla, roja para él, verde para mí. Me invita a fumar, me hace lugar a su lado. Qué delicia! No es la primera vez, pero este tabaco es perfumado, dulzón, exquisito. ¿Dejaría los Marlboro por esto? Sin dudarlo. Habrá que pensar un poco sobre el asunto.
Luego traen los dulces y las frutas y el café "turco", que se bebe en tacitas diminutas y tiene que estar casi hirviendo. Fahad, que es con quien he entablado conversación y parece el más cosmopolita de todos, me muestra fotos suyas de hace un año, en Arabia Saudita, vestido tal como se visten para las fiestas: con el largo traje blanco, el turbante rojo y blanco. Parece un sheik salido de las mil y una noches. Después, me muestra otra fotografía en el desierto, con el largo vestido negro -que protege del sol de día y es caliente de noche- y realmente parece otro, desconocido. Ali Dahan me dice que le gustaría quedarse a trabajar en Líbano, y todos están de acuerdo en que el Líbano es mucho más bonito que Dubai, que es "moderna, ruidosa, sólo para hacer compras".

Madelaine propone detenernos en Deir El Kamar, recorrer el pueblo que es únicamente peatonal, ver las casonas viejas, las terrazas en la montaña en las que crecen los olivos; visitar un museo que parece muy interesante. Pero ellos sólo quieren ver nieve, y unos kilómetros más adelante piden para bajarse a tomar fotos y volver a jugar con esa cosa helada que es tan escurridiza. Desde la van, Madelaine, el conductor y yo los observamos y escuchamos sus carcajadas, y lo graciosos que quedan con las bufandas que se compraron de apuro debido al frío y que se ponen como si fueran turbantes. Después nos volvemos, bajamos la montaña, atravesamos el paso del ejército, y vemos el Mediterráneo. A punto de entrar a la ciudad, Madelaine saca un mapa y nos recuerda dónde estuvimos y el lugar que ocupa el Líbano, tan pequeño -unos 10 mil y algo de kilómetros cuadrados y sin embargo, uno de los sitios con más caudal acuífero: quince ríos en el territorio es un número altísimo, dice- y dice: limita al Norte con Siria; al Este con Siria y con Jordania; al Oeste con el Mediterráneo - 230 km de costa continua en ese mar, de donde salieron los fenicios a recorrerlo-, y al Sur con Palestina.
Pienso en el orientalismo de Said, y en que una descripción geográfica también es una definición política.

Entrar a Beirut supone una hora, debido al tránsito pesado. Luego, un automóvil de la policía detiene a un auto y lo aparta de la ruta. Los árabes lo notan y lo comentan; ni Madelaine ni el conductor parecen sorprendidos o preocupados. Madelaine me ha dicho que debido a la guerra, ya no reciben turismo. Es una pena, le digo, la ciudad y la región son hermosas. Vale la pena conocerlas. Sonríe. "la guerra lo cambió todo. Las guerras no son buenas, ninguna guerra lo es". En los edificios que aún quedan de la época se ven las heridas en las paredes, agujeros de disparos, granadas, bombas. En la Iglesia de San Vicente de Paúl -que será reconstruida en algún momento- en un agujero enorme cuelga una tela negra que parece un enorme águila de alas desplegadas, impresionante bajo la lluvia. Un poco más allá, la tumba de Rafik Hariri, primer ministro asesinado en el 2005, cuyo aniversario se festejó el 15 de febrero, y que visitamos antes de dejar Beirut, completamente cubierta de flores blancas. Y más abajo la Plaza de los Mártires, en conmemoración de la independencia de los otomanos, escultura enorme que fue lacerada durante la guerra civil, y que la han dejado como está, doblemente mártires.
Y después los enormes edificios de más de 40 pisos y el Mediterráneo.



 

lunes, 16 de febrero de 2015

Beyrouth 4: Ibrahim y Le Souffleur

en Beirut re-collected, la cronista denise maroney, irlandesa-libanese, escribe un texto delicioso titulado "Le souffler", que refiere a un personaje, Ibrahim, y a una enorme colección de "objetos", aquí en este vecindario, Ain el Mreisseh. No hay  ningún otro dato, salvo la historia de Ibrahim, y un par de fotos del museo personal de un hombre que fue  bombero y pescador y al que un accidente, hace muchos años, dejó tullido. Desde que llegué, me ha llamado la atención un balcón en el que se acumulan "trastos": un ropero con vidrios biselados, un par de carteles, algunas lámparas y otras cosas que no distingo. Algo me dice que allí vive Ibrahim, en caso de que todavía exista. Me propongo encontrarlo y conocer le souffler. Le pregunto a una mujer que fuma en la entrada de la casa contigua, si conoce a Ibrahim. Me dice que sólo habla árabe y repito: I-bra-him, y hace que sí con la cabeza y señala una dirección. Creo que se trata de un hombre de pelo blanco, que veo todos los días, sentado en una terraza llena de plantas y jaulas con pájaros. Y allí está;  llevo el libro bajo el brazo, en caso de que efectivamente sea él. La crónica permite pensar que esa posibilidad es real. En el pasado -mucho antes de la guerra civil- este barrio era de pescadores, y ayer vi el antiguo puerto, en el que todavía hay amarrados algunos botes, con un edificio abandonado, que debió de haber sido tan imponente como todos los que aún se mantienen en pie, pese a lo destruidos que están. Me acerco al muro y le pregunto si es Ibrahim. Me hace que sí con la cabeza y le pregunto si él es el que "construyó" le souffler. Dice que sí, y  me hace señas de que entre. Hay una puertita negra, de metal, semiabierta, una escalera que da un par de vueltas y después estoy en la terracita de Ibrahim. Sonríe. Soy yo, dice. Me presento y nos damos la mano. Se disculpa por no levantarse, señala un andador de metal y luego las piernas cubiertas por una manta. Le muestro el libro y se sorprende, del mismo modo que se sorprendió la vendedora del bazar de libros. Dice que no sabía de su existencia. Se asoma una mujer y él dice que es su hermana. Habla un inglés en el que se mechan palabras en árabe; cuántos años tiene no lo sé, pero estimo que rondará los setenta, aunque es de complexión fuerte y los ojos celestes le brillan mucho. Me pregunta de dónde vengo, qué hago aquí, y de inmediato agrega que ya no le gusta Beirut, porque hay problemas, Hezbollah, etc., y que antes el vecindario era distinto: demasiados edificios, dice, pocas casas. Después le pregunto por le souffleur y dice que es la palabra francesa para "buzo", y que él trabajaba en el mar, igual que su padre y su abuelo, y que empezó coleccionando caracoles... y después se apasionó. Dice que su hermana está preparando todo para que yo recorra las tres habitaciones -necesito dos más, agrega- en las que guarda unas 60 mil piezas, sin contar las diez mil fotografías que también atesora en otro de los cuartos. La hermana no habla inglés, pero es simpática; después aparece otra hermana que sí habla un poco de inglés, y tras esperar un rato, me dice que ya puedo subir. Subimos otra escalera, entre plantas y pájaros y aparece un portón de madera de color bordeaux, con un cartel en el que se lee, tallado y un poco descascarado, "souffleur". La mujer abre el cerrojo y me hace pasar. La acompaña su hija, Tía, de siete años, y muy alta. El lugar es indescriptible y pregunto si puedo tomar fotos. Por supuesto, dice la mujer sonriendo, y no hace nada por mostrarme nada; es uno el que va descubriendo algunas cosas -imposible de una sola mirada entender todo esto- hasta que se descubre una especie de orden. Aquí, una mesa con armas de fuego -algunas muy antiguas; allá, una pared con espadas, cimitarras y otro conjunto de armas blancas, también muy viejas; un rincón con instrumentos musicales: cítaras, un acordeón, un laúd y otros instrumentos de cuerda que desconozco; una vitrina que ocupa media pared con caracoles; dos trajes de buzo con escafandra de hace demasiado tiempo y uno se pregunta cómo podían moverse con esos trajes pesados bajo el mar; lámparas que cuelgan del techo; un estante con no menos de veinte relojes de pared; otra vitrina con lámparas que funcionan a aceite, talladas en piedra; radios a válvula; cámaras de filmación; fotos en las paredes, carteles; otra mesa repleta de yesqueros de todo tipo y forma (que serían la envidia del poeta Cunha, si los viera); y así, se pasa de cuarto en cuarto y es como estar realmente en un museo, o en lugar donde quedarse y descubrir cada una de las cosas.

Salgo y vuelvo a la mesa donde espera Ibrahim. Me invita a almorzar con él, con ellos, y al rato aparece (no comprendo el nombre), un hombre joven, enorme de tamaño, que sólo habla árabe, y que es el que reparte la verdura en los mercaditos del barrio: abajo está estacionado el camioncito, en el que se ven tomates, pepinos, cebollas. Sonríe, y de algún modo nos entendemos. Intercambiamos Marlboro, dice que los míos son más ricos, pero los de él son más baratos. Se ríe. Ibrahim traduce, le explica quién soy y qué hago allí, le muestra el libro. Le pido que lo firme, y dice que con gusto, que pondrá su nombre escrito en árabe; después agrega que conoce a Uruguay por Suárez, pero claramente sabe mucho más, porque sabe dónde queda, y menciona otros países de América Latina. Le pregunto de dónde son las cosas que hay en su colección, y dice que muchas de aquí, de Beirut; otras, de Damasco, de Aleppo, y de más lejos, y no me imagino cómo ha hecho para cargar todo eso, o de a uno. Le pregunto si el "museo" es abierto al público, y dice que si alguien viene a verlo, porque oyó de él, es siempre bienvenido; mientras conversamos, la hermana sirve spaghettis con carne y queso blanco, y trae un jugo de frutilla, y pan lavash, y se charla en una mezcla de idiomas. ¿Cómo se dice gracias, cómo se dice adiós?, pregunto, y él se ríe. "La semana pasado vino un periodista del Independent a entrevistarme; y el mes pasado, alguien del Guardian". Se mira las manos y me pregunta si quiero más comida. Después agrega que vienen estudiantes, gente joven, los que han oído hablar de souffleur. Me pregunta hasta cuándo me quedo, y después le digo que si no le molesta, volveré a ver las fotografías. Dice que soy bienvenida, que podemos charlar en el balcón, siempre recibe a sus amigos allí. Se ríe, porque agrego que somos vecinos. La hermana también se ríe. Qué vecinos, me digo, y qué suerte haber comprado ese libro. No es frecuente que el contenido de un libro se vuelva real y tangible. Me despido con lástima, pero le digo que volveré pronto. "Y pruebas el café de mi hermana", dice. Es cierto lo que alguien me ha dicho: para los libaneses, la comida es algo muy importante, y compartirla con alguien es señal de hospitalidad y de amistad.
Dos horas más tarde, cuando salgo a comprar algo de verdura, supongo que es la que su amigo el repartidor acaba de distribuir, y la puerta sigue igualmente abierta, y la cabeza blanca de Ibrahim se ve desde la calle.
 

beyrouth, la nuite; 3


la salida está pautada para las 19:30; primero un trago en un pub, y luego se sigue en otra parte, es lo que sugiere Deidre, de la Embajada Británica, una inglesa que resulta simpatiquísima, habla español y ha recorrido buena parte del mundo. la lluvia se solidariza, se detiene los cuarenta minutos que se demora- a buen tranco- en llegar de Ain el Mreisse (Beirut Este) hasta Gemmayzé (Beirut Oeste). La división se relaciona con los años de la guerra civil, en que la ciudad se partió en dos; en el Este la población musulmana; en el Oeste, la cristiana (católicos maronitas). Los rastros de esa división pueden verse en algunos edificios, y en un mayor número de iglesias de un lado, y un mayor número de mezquitas del otro. La avenida corre paralela a la rambla, tuerce, se angosta, y se entra en un vecindario en el que todavía se ven las grandes casas (villas) de estilo árabe, con escalinatas amplias, ventanas con el arco morisco, balcones repujados, jardines con palmeras, y una prestancia de los años 40 y 50. Otras, igualmente grandes, han corrido peor suerte, y son despojos que pronto se convertirán en edificios modernos, como los hay en todas las capitales del mundo, y que no dicen otra cosa que la avidez de constructores y agentes inmobiliarios. Tan luego, la calle se ensancha nuevamente y estamos a punto de entrar por uno de los costados del Grand Serail, donde se encuentran algunas oficinas del gobierno, y un poco más "arriba" el reloj otomano y los baños romanos, de reciente descubrimiento. Se cruza otra avenida, para lo cual hay que desarrollar el arte de la inconsciencia: se trata de atravesar la corriente de autos en el momento en que alguno se detiene mínimamente; no parece haber otra regla para hacerlo, da lo mismo que sea en una esquina, en un cruce o en la mitad de la calle. Recuerda una práctica similar en Phnom Pen, pero acá los automóviles son más grandes y van a mayor velocidad. Por fin, estamos en la avenida Rue George Haddad, amplia e iluminada, que corre en paralelo a Saifi, del que ahora veo el otro rostro, los edificios afrancesados, recuperados, que dan a la avenida y al mar, allí, a pocos metros, con apartamentos a alquileres altísimos. El pub convenido, "Urbanista", no aparece por ninguna parte, y decidimos preguntar en una tienda hermosísima, con estantes de madera oscura y alfombras mullidas, y ventanas biseladas, "Le marchand a Venice", que sólo vende habanos y cognacs. Allí, el dueño, un calco de Marcello Mastroianni, elegantísimo vestido con un traje como sólo un sastre es capaz de hacer, explica, en francés e inglés -parece una película, realmente- dónde queda la calle que buscamos. Pues a dos cuadras, y aparece "Urbanista", donde beber un trago antes de ir a cenar a otro. Arriba del Urbanista hay otro local, en el que ondean una bandera de Argentina y otra de España, que se llama "El Gardel", y no queda clara la nacionalidad de los dueños: un español nostálgico, un argentino que vivió en España, un libanés que admira el Barca y a Maradona? Infinitas posibilidades, y la incógnita no se revela. Pero es raro ver esas banderas en ese balcón.

El Urbanista es un boliche como los hay en Buenos Aires, en Barcelona o en Berlín. Moderno, internacional, con una carta de vinos locales "buenos y muy buenos", en el que hay personas elegantemente vestidas, jóvenes sobre todo -prepondera el color negro en las vestimentas-, y se escuchan distintas lenguas. Una música a tono, que no impide la conversación y que también es internacional: la clase de jazz con unos toques de etnicidad, de world music, a tono con mozos vestidos de negro, políglotas, amables, que toman el pedido en tablets.
Se habla menos de política y más de los fondos destinados a la educación en relación con los refugiados sirios (a esta altura 1 millón y medio, lo que incide notoriamente en el presupuesto del Estado y en cualquier política nacional). Se habla de eso, y de Jordania, y de Yemen, y nuevamente de Beyrouth, de la vida aquí, y de este lugar, que podría estar en cualquier otra ciudad. Después, se sale. La calle de los restaurantes son varias, muchas cuadras, con boliches, pequeños pubs y restaurantes de todo tipo a ambos lados; las aceras angostas, la calle superpoblada de automóviles y de gente, gente en todas partes fumando, bebiendo, es la noche en Beyrouth y este es uno de los lugares a los que se va. Como si fuera la Ciudad Vieja, entre los restaurantes (lugares claramente reciclados que fueron casas viejas) todavía quedan edificios destartalados, portones abiertos por donde se ven patios y balcones; escaleras que desembocan en otros callejones, aceras en muy mal estado; basura, gatos, gente que quizá vive allí y espera no sé qué. Hay barsuchos con luz mortecina, apenas con algunos parroquianos que parecen ser vecinos; en otros, se fuma narguila; y en otros entra y sale gente elegantemente vestida, riendo a carcajadas, y si fuera posible, nuevamente uno pensaría que está dentro de una película. En un boliche que parece salido de los años 70, dos mujeres con pantalones muy ajustados y botas hasta las rodillas, el pelo rubio de una y fuego la otra, fuman y nos miran pasar. No son prostitutas, pero pienso en las mujeres de Ain El Mreisse, con las cabezas cubiertas con el jihab. Contrastes. Por fin, alguien se decide por un restorán italiano, que queda por ahí cerca, en un callejón oscuro, por el que el desfile de automóviles tampoco cesa. Tal parece que realmente este es el corazón de la noche y la diversión. Digo que me hubiera gustado conocer esta ciudad en los años 40 y 50, cuando la vida intelectual, política y artística era una explosión; cuando había refugiados de distintas partes, que debatían en boliches y cafés hasta la madrugada, y los poetas le cantaban a la ciudad y a sus ideales. De todos modos, algo del espíritu refinado, cosmopolita y puente entre el Medio Oriente más tradicional y el Occidente, persiste en la ciudad, más estridente en esta noche. Entonces, no deja de ser sintomático que por encima de todo esto, resalte la enorme cúpula de la mezquita, con la medialuna mirando el cielo.
El restorán italiano es un restorán italiano con todos los clichés que eso supone, empezando por el nombre, "La Traviata" (Bologna-Beyrouth);  la comida es buena (aunque los raviolis tiene forma de otra cosa muy distinta, y la masa es levísima), el parmesano es realmente rico y el vino de viñedos libaneses es bueno. Se cena y se conversa; política, ayuda a refugiados, política. Algo de viajes, desarraigo, política. Nada personal.

Se hace la hora de volver y hay que esperar un taxi. No pasan demasiados, quizá porque todos parecen tener automóvil, hasta que vemos aparecer uno, extraño. En el techo, además del letrerito de taxi, lleva lamparitas y pasto, y una especie de torre; está pintado de rojo y blanco (un taxi tuneado?) con el cedro de la bandera del Líbano en cada puerta; y adentro... ah, adentro no se puede creer. El suelo es de pasto sintético; los asientos están tapizados con la bandera; el techo, con billetes de todo tipo, las manijas de las puertas son de bronce tallado, y no hay un sólo espacio en el que no haya algo colgado o adherido; estampitas, adornos, cadenitas, moneditas y todo lo que uno quiera imaginar, tanto que sospecho que la mitad de las cosas no las veo. El conductor también está enteramente vestido de rojo, y podría parecer un Papá Noel, porque incluso lleva un sombrerito rojo, tejido, y no queda muy claro qué es esto, si el hombre es realmente un conductor de taxi o un loco suelto, porque hace como que no comprende la dirección y amenaza con uno de esos trayectos larguísimos, especialmente dedicados a los turistas o a los incautos. Ni lo uno, ni lo otro. Deidre protesta, el tipo se alza de hombros, hace "mffff" y retoma el camino. La noche, en otras partes de la ciudad, sigue poblada de automóviles, y en algunos lados, la cosa recién empieza, como por ejemplo en el Casablanca, a tres cuadras de la Rue 54. Un edificio que durante el día no llama la atención -y pensé que era una suerte de depósito abandonado-, pero que de noche es esto, uno de los bares más "in" de la ciudad. Deidre se queda en su hotel, y nuevamente a pie y a dormir. Antes, en el balcón, en el vecindario en silencio, se mira el cielo y se desea de todo corazón que mañana no llueva, que salga el sol, que se pueda caminar sin paraguas.

jueves, 12 de febrero de 2015

Beirut, 2

La tormenta de ayer dejó al diluvio de Noé en quinto lugar en el Guiness, y esta batió todos los récords. no paró de diluviar, y el viento se llevó todo. las olas en la "rambla" fueron tan fuertes que arrancaron parte del malecón de hormigón y hierro.
de modo que la lluvia persistente de hoy de mañana no es un impedimento para salir, con el inútil paraguas y botas gruesas para evitar vergonzosos resbalones (como los de ayer) en las aceras angostas y empinadas.

Avda. Clemencau hasta Rue de Rome, para llegar a la Avenida Hamra, donde debe de encontrarse la Librería Antoine y un poco más abajo (?) una tienda grande, que es muy esquiva. Pero llegar a Clemencau supone cruzar un tráfico que ya está demasiado atorado, así que ¿por qué no tomar un desvío, si se supone que todos los caminos conducen a Roma? Una callecita lateral, que corre como un caracol, y que resulta ser la Rue John Kennedy, desemboca en un hospital en callejón cerrado, y después a la Rue Bliss, y si se dobla a la izquierda, con un poco de suerte se llegue a Hamra. Como la izquierda en el mapa es la derecha real y viceversa, no parece tan complicado orientarse. Sí, la Avenida Hamra combina cafés, joyerías, edificios como de los años sesenta donde todavía se ven los viejos anuncios de tiendas, hoy convertidas en boutiques más elegantes, consultorios de dentistas, tiendas de electrónica y vidrieras vestidas para San Valentín. Hay mucha gente por la calle, y maniobran con los paraguas que da gusto. Se aprende. Todo se aprende.
A un par de cuadras en dirección Este, está la librería. Pretendo conseguir Beirut, de Samir Kassir, porque un par de adelantos lo hicieron fascinante. En el subsuelo se encuentran los libros en inglés y francés. ¡Qué tonta pretensión pensar que sólo sería ese libro! Le siguen House of Stone, de Anthony Shadid, que ganó el Pulitzer; Beirut re-collected (crónicas sobre la ciudad, un verdadero hallazgo); un librito de Khalil Gibrán, en alemán, y un librito en francés con dichos y refranes para cada día del año, según el prólogo "como los que recitaba mi abuela". Es el de las crónicas el que resulta una caja de Pandora. Porque abierto al azar, surge una  sobre un bazar de libros en Hamra -vecindario que no debe de quedar lejos de donde estoy; quiero que no quede lejos-; y el cronista pone: "Disregard Borges' Labyrinth; or even the Cemetery of forgotten books... Nothing you've read in books or seen in movies resembles the Book Bazaar in Hamra, or its owner, who insists on anonymity".
Le pregunto al vendedor si sabe dónde queda ese bazar, lee en diagonal el principio de la crónica, y responde que en caso de que exista, debería quedar por acá cerca, en la Rue Jean D'Arc, a dos cuadras, y hay que doblar a la izquierda y caminarla. Allí, en alguna parte y con suerte, está ese bazar de libros.
Pago, y con cada vez más lluvia, busco la calle de nombre tan emblemático. Sí, allí está; un cartelito en azul, como todos, la callecita de Juana De Arco. Es angosta; hay edificios viejos, destartalados, como los que uno imaginó que habría en toda la ciudad; con las arcadas árabes, con balcones y fachadas blanqueadas a la cal, ya descascarados; con celosías que se caen a pedazos, y pasillos abiertos llenos de plantas. Cafés, una peluquería, un almacén con delivery, algunas florerías (en una compro una flor en su bulbo, que huele muy dulce, y el dueño me explica en francés-árabe que hay dos flores, una sin florecer, de modo que me conviene cambiarla de maceta, vaya problema, ahora hay que conseguir una maceta y tierra!; merci, merci, le digo, y ya llevo dos bolsas de libros y una planta, más el paraguas, y todavía nada del bazar).  Recorro Juana De Arco de punta a punta, hasta que es tan angosta que no da para seguir; en las aceras no entra ni una persona, y cada vez que pasa un auto, la salpicadura helada llega hasta los comercios. Hay basura acumulada en portales y esquinas, y la gente esquiva charcos y veredas rotas. Los vendedores de paraguas, como hongos. Eso debe de ser algo universal. En alguna parte tiene que estar el bazar. Entonces le pregunto a una mujer que fuma delante de una óptica si sabe dónde queda el bazar.
- Sí -responde- a la vuelta de la esquina, después de la farmacia y antes del café.

Sigo las indicaciones; a la vuelta de la esquina hay una especie de enorme terreno baldío y en el fondo dos edificios de tres pisos, tan viejos como los demás, donde notoriamente vive gente, porque en algunos balcones cuelga ropa y en otros, alfombras. Después hay una tienda con juegos infantiles "de antes" (caballitos de madera; muñecas con cara de muñeca y no de estúpidas de Disney; cajitas de música y un sinfín de otros muñecos que uno se llevaría a montones, y que me recuerda a una similar de Berlín). Después la farmacia, y por fin un letrerito que dice "books" una puerta entornada, nada de luz adentro y otro cartelito que dice "bienvenue" entre un afiche tamaño A4 del Che Guevara, otro de Mao y otro de alguien que desconozco. Abro la puerta, me asomo, y detrás de una pila enorme de libros, hay una mujer vestida según la tradición musulmana, y un niño. Pregunto si está abierto, si puedo entrar, y me dice que sí, que pase. Ninguno de los dos se sorprende. Es como la librería de usado más desordenada (como Sureda, cuando estaba en 18 de Julio) que uno pueda imaginar, con libros y revistas y periódicos y carteles en todas partes -seguramente tenga un orden, siempre hay un orden, que sólo conoce el dueño- y libros mayormente en árabe, aunque mucho en francés (Verne, Proust), y muchísimas revistas similares a Life, pero locales, sobre todo de la guerra civil. Hay versiones de cuentos de los Hermanos Grimm en árabe - como en otras lenguas no occidentales, los libros empiezan al revés, por el final- y, en fin, dan ganas de ponerse a revisar. Entonces aparecen La pequeña Lulú, Superman, Tobi, Batman y otros, en árabe, y eso sí es irresistible. En otra pila, llaman la atención las fotografías de las tapas, que remedan las fotonovelas de tradición italiana, tan comunes en Montevideo en los años 60. Pues habrá que investigarlas. Sí, efectivamente, son fotonovelas "a la occidental", pero en árabe también. Da lo mismo, porque siempre terminan bien, el rico se casa con la pobre, etc., no importa en qué idioma sea. Le pago a la mujer y le digo que llegué allí debido a la crónica del libro, y se lo muestro. Se sorprende al verse allí, ella que vende libros, dentro de otro. Me mira y mira al libro, y le digo que es la pura casualidad, que de otro modo jamás hubiera conocido su tienda. "Eres bienvenida", dice, y sonríe. Mete las revistas en una bolsita (las personas deberíamos tener un brazo auxiliar en alguna parte, que sólo aparezca en caso de extrema necesidad) y me despido de ella. Llueve cada vez más fuerte y apetece un café. Al fin encuentro uno en que se puede fumar. Se llama Laziz y atiende un mozo de nombre Serge, que se presenta con simpatía formal. Me aseguro de que se puede fumar, hasta que veo a un viejo que ya fuma, y a otro que lo hace de una narguila. Bien. Pido el café y algo de comer. Me trae la carta. Realmente, es un poco al azar. Así que pido algo llamado arayess que es pan de pita caliente con kebab habibi y otras cosas más, que desconozco. Digo que sí, muy segura y espero. Al rato traen una panera llena de pan lavash, y dos recipientes; uno con una salsa picante de sésamo, y otro con una pasta de aceitunas negras, ambos embebidos en aceite. Después viene el arayess, acompañado de laban (una especie de yogurt condimentado, más liviano); el arayess es pan de pita tostado relleno de una carne muy condimentada, que no llega  a ser picante, y que resulta muy suave, como afelpada.
Es sabroso, realmente, y devuelve el alma al cuerpo. La cuenta se presenta discretamente en una especie de cartucherita de metal, con el mapa del norte de África y el Líbano. Entonces me doy cuenta de que no sé si se deja propina (en China se lo considera una ofensa), y dudo. Recojo el paraguas y retomo Avenida Hamra, más poblada aun que hace una hora. En alguna parte vi un sacón negro, elegante y original. Sí, en esa boutique, en la que hay que tocar timbre para que te dejen entrar. Eso debió ser un aviso. Sí, el sacón es precioso, y resulta que cuesta 1400 dólares. No debería sorprenderme, pero de todos modos sí, porque está en una callecita lateral, nada ostentosa; porque hoy, más que ayer y que antes de ayer, han aparecido mujeres con niños en brazos pidiendo limosna; en una esquina, en el Banco del Líbano, otra mujer de edad indescifrable, el pelo y las manos completamente rojas, en cuclillas fumando, cubierta por una manta, y varios niños que también piden que les dé algo. ¿Por qué debería ser diferente Beirut a otras partes del mundo?

Después, pregunto si el barrio armenio queda muy lejos, pero me aconsejan no ir. No es peligroso por la criminalidad (Beirut es considerada una de las ciudades más seguras del mundo), sino porque allí está la mayoría de los refugiados sirios de Beirut, y es una zona que, me dice alguien, es liderada por Hezbollah.
Bueno saberlo.
Entonces es hora de regresar, bajo agua, a la seguridad del conocido Ain El Mreisse, y las letanías.
Si deja de llover... cerca de la corniche debería existir la "casa rosada", una casona que en los años dorados de Beirut reunió a la crema literaria, artística, intelectual y política de la ciudad (como ocurrió con el café La Dolce Vita, según consigna Kassir en su libro). Y si no deja de llover... Visitaré el único mercado que todavía existe, hacia el Este, y que sólo abre los sábados. Se llama Souq al-Ahad y dicen que en los 7000 metros cuadrados, puede encontrarse de todo, y se calcula que hay unos 12 mil libros expuestos; allí también se puede comer en los tenderetes, en la calle. 

miércoles, 11 de febrero de 2015

Beirut-Beyrouth-Bayrut, 1

Tres horas y  media de Kalamata a Atenas, porque  hay tormenta de nieve en Trípoli y es probable que sea difícil cruzar las montañas. Una madrugada helada, y efectivamente la tormenta es seria. Las montañas están nevadas, el viento es blanco y gélido,  más vale no saber la temperatura exterior. En una frenada, justo al alcance de la mano, un zorro. Una hora más tarde, en un parador con nombre en español, un café hirviendo. En esa madrugada desierta y helada, en ese parador vacío, entran cuatro jóvenes, dos varones y dos mujeres, que parecen rusos o gitanos. Una de las mujeres lleva un brazo vendado. Se sientan, hacen tiempo, dan vueltas, esperan no se sabe qué. Afuera, un enorme camión con el motor encendido.
El viaje sigue. Responder quiénes eran y qué hacían allí daría pie a un cuento o a una novela.

Después, en el aeropuerto, se espera hasta saber si el avión despegará, pese a la nieve. Si fuera hielo, seguramente, no; pero la nieve no parece preocuparle a nadie más que a mí. Falsa alarma, pese a que el avión de Middle East Airlines se mueve con enorme pasión entre las nubes. Ningún pasajero se inmuta. Ha de ser algo frecuente.

Una hora y media después de cruzar el Mediterráneo, comienza a aterrizar; un ala del lado del mar; la otra, casi rozando un conjunto de edificios bajos y casuchas, en el sur de Beirut, a donde aconsejan no ir por razones de seguridad: allí, me dicen, viven muchos palestinos.

Después, un taxi se mete por la ciudad que, con un solazo que sorprende, se parece mucho a la entrada a Caracas. Una autopista repleta de tránsito pesado; edificios altos, rascacielos modernos, carteles de todo tipo, fruto de la globalización. El taxista conduce un Mercedes de no sé qué año, tal como se ven en las películas que Hollywood adora producir sobre Medio Oriente; hay palmeras, y otros árboles -una araucaria a lo lejos. Cúpulas de mezquitas; iglesias (cristianos maronitas). No hay que perder de vista que aquí conviven cristianos, musulmanes y drusos. El taxi se desvía, deja la autopista, las calles se angostan, y se detiene ante una escalera. Allí es la entrada al vecindario  "Ain El Mreisse", y las escaleras se angostan también, y el vecindario es como el corazón de la manzana, y después de dar una vuelta aquí y otra allá, y meterse uno en una especie de laberinto que parece una cruza de la Ciudad Vieja (por Piedras) y Barrio Sur (por Carlos Gardel), se llega al número 27. Y allí es. Una construcción bastante vieja y en mal estado, rodeada de otras similares que, según me dicen, es lo que quedó en pie después de la guerra civil (1975-1990); el resto de la ciudad fue prácticamente destruido y construido de vuelta. Quedan algunos edificios, mezquitas y demás, pero nada que se parezca a este vecindario. Del balcón se ve una casa en la que me explican que vive una familia kurda, refugiada de la guerra; a la vuelta, otra familia que viene de no sé dónde; se escuchan vecinos hablar a  los gritos en árabe, a un niño llorar y a dos gatos pelearse y correr por los tejados que hacen alboroto con ruido a chapa. Después, a eso de las cinco de la tarde, comienza a resonar la oración que sale de una de las mezquitas que queda a la vuelta, porque este barrio es mayormente musulmán, y se nota al salir a recorrerlo un poco y comprar algo para comer. Sobre todo, se ven hombres en la calle, que fuman y trabajan, y casi ninguna mujer. Y en caso de ver a alguna, llevan la cabeza cubierta por un pañuelo, la cara despejada. Da un poco de cortedad mostrarse descubierta, pero en la embajada libanesa, y acá también, me han asegurado que no es una falta de respeto. De todos modos, me ataja alguien: las mujeres no fuman en la calle.

La "rambla" -léase el Mediterráneo- queda cerca, a dos cuadras, y se lo ve desde casi todas partes. Un par de cuadras más arriba está la avenida Clemencau; por allí se llega a una de las universidades (si se camina hacia la izquierda) o  hacia Bab Idriss y los Souqs de Beyrouth, si se toma hacia la derecha. Y antes de eso, se puede tomar un café en uno de los tantos que hay por todas partes. En algunos, incluso, se puede fumar narguila, pero eso quedará para otro día, así como conocer la corniche y ver los Pigeons Rocks.

La avenida Clemencau no es muy ancha, pero sí ruidosa. El tráfico es constante, y es difícil cruzar la calle. No sé cómo se las ingenian los automovilistas; las motos -no hay tantas- se meten entre los automóviles y hacen eses, como hacen en todas partes. El ruido es constante, pasa una camioneta de la policía; en una esquina hay un rodaje, y aquí y allá se ven garitas y soldados con uniforme de camuflaje; se ve mucha gente por la calle. La vida comienza temprano. A las siete y media de la mañana ya hay gente trajinando; al mediodía es un hervidero. La gente es amable; la mayoría habla inglés, y  hay muchos que hablan francés. Los carteles de las calles están en francés y en árabe, y, salvo excepciones, no es difícil comunicarse con la gente, hacer las compras, preguntar una dirección, incluso perderse.

Las mujeres son elegantísimas; visten bien, y son de una belleza calma; muchas llevan la cabeza con el pañuelo, lo que les da un aspecto interesante (es imposible no recordar Homeland). No se estila comer en la calle, y no he visto -en estos dos días de caminar por distintos barrios- puestos de comida callejera; pero sí muchos, muchísimos sitios donde comer, tanto comida libanesa, como sushi o francesa. Los cafés, al mediodía, están atestados de personas.

Alguien me ha recomendado una exposición fotográfica, que se despliega en diferentes partes de la ciudad, y que hoy termina. Por la proximidad, hay dos sitios a los que ir: el Hotel Le Grey, que queda cerca de los Beyrouth-Souqs, y en Saifi, que figura en el mapa, pero que  no sé qué es. Para llegar hasta allí, se debe tomar Clemencau a la derecha y caminar, sin desviarse, pese a que no hay una sola línea recta, y que la avenida se angosta y se ensancha, y uno debe confiar en que sigue en su ruta. Se llega a Bab Idriss, un barrio en el que está la torre otomana con el reloj y también los baños romanos. Bab Idriss conserva algunos edificios "viejos", que fueron reconstruidos, y es un barrio amplio, desde donde se ve el Mediterráneo. Después, Clemencau da paso a la avenida Bab Idriss, y después no se sabe cómo se llega a los Souqs. Antes de que fueran destruidos durante la guerra, aquí había un gran mercado, y otras tiendas y boutiques, y representaban la vida comercial de la ciudad, Souq al-Tawileh, Souq al-Jamil y Souq al-Franj, donde estaba el mercado de verduras y frutas. Fueron reconstruidos y son un enorme centro comercial abierto, con los tres "corredores" o Souqs conectados entre sí con grandes espacios abiertos entre ellos, que mantiene los nombres originales, donde se encuentran las marcas más famosas del mundo; joyerías bellísimas, y cafés y librerías, nada que envidiarle a Milán o a Rodeo Drive, incluso más cuidado y más original. Por todas partes, servicio de seguridad, que habla distintos idiomas y es muy amable. Más allá de los souqs, la avenida se ensancha más y se llega al Hotel Le Grey, imponente, en cuyo sexto piso hay una parte de la exposición fotográfica, "Festival Photomed 2015". Aquí se exhibe "Beyrouth in movement"; se trata de un conjunto de fotografías de los años 50, en blanco y negro, que retratan aspectos de la ciudad, la vida cotidiana, sus habitantes. El catálogo es interesante, con reproducciones que parecen originales, y es gratis. Se agradece.

Saifi resulta ser un barrio reconstruido, destinado a artistas, galerías, joyerías y anticuarios, muy cuidado y agradable, con una plazoleta central, varios cafés y edificios de pocos pisos, donde también vive gente. Queda a un par de cuadras de allí, para lo que hay que cruzar una avenida infernal- la exposición continúa en la Galería 169 de la Rue Mkhalassiye, "Voyage en Orient", así se llama. Es un conjunto de retratos que datan de 1864-1865, cuando el fotógrafo Ludovico Wolfgang Hartle, el periodista Charles Lallemand y el editor Varroquier publicaron una serie de fotografías sobre Siria (a la sazón Siria-Líbano). No pensar de inmediato en Said y su Orientalismo es imposible, del mismo modo que fue imposible no recordar El libro de los pasajes, de Walter Benjamin, al recorrer los souqs. Alguien debería comparar aquella burguesía parisina de las primeras galerías, con quienes recorrían los souqs aquí.

Luego, la caminata se prolonga bajo una súbita tormenta, que deviene diluvio, hace enloquecer al tráfico y provoca que en cada esquina los taxis se detengan, a los bocinazos, para ofrecerse a llevarlo a uno a destino. Hay taxis individuales y otros colectivos. Es mejor tomar uno individual, me aconsejan, pero empapada hasta los huesos, no tiene sentido. El paraguas recién comprado no resiste el viento, como en Montevideo, y aunque lo resistiera, la lluvia helada es tan persistente, y las calles de pronto son todas en bajada, que es imposible resistirse a la realidad: se llega a Rue 54 de Ain El Mreisse pasado por agua, como se dice popularmente. Pero con algo de la ciudad visto, olido, palpado.

Es de esperar que mañana no llueva... o que se consigan trajes de buzo y escafandras en alguna parte.

 

sábado, 7 de febrero de 2015

kalamata, 3

entre las seis y las siete de la mañana, todavía es noche, pero se está haciendo el día: la luna casi llena está alta, y, a la vez, al alcance de la mano; y en el horizonte, el perfil azulado de las montañas se confunde con el del mar. hay el silencio total que rara vez se escucha, salvo los que habitan la hora del lobo, a la que tanto le temía el poeta. la línea que separa el temor de la fascinación es tan incierta como la que separa la noche del día.

de pronto, con la primera clareada, todo ocurre a la vez: los gallos cantan, y las iglesias, todas, se lanzan a batir las campanas, como si conversaran entre sí, porque las hay más graves y más agudas, más persistentes y  más frágiles, pero todas, a su  modo, anuncian el nuevo día. después, ladra un perro, corretea un gato negro por un tejado, antes de que la luz del sol lo fulmine; las gallinas en el corral se agitan y se escuchan los voceos del mercado; dos palomas hacen juegos cerca de la bandera del castillo, y luego, sale el sol, y el mar, a lo lejos es un espejo que pronto herirá la vista y hará brillar las cúpulas.

después, y de pronto, el cielo se cubre de nubarrones, se levanta un viento fuerte y áspero, que viene del Este y comienza a llover a cántaros. alguien dice luego que arriba, en la montaña, cayó nieve e incluso hubo granizo. llueve durante horas, el agua helada entra por todas partes y no alcanzan las toallas para detenerla: hay que rendirse a la evidencia. cuando llueve, el agua hace lo que quiere. y después escampa y se sale a caminar, lejos, lejos, para ver otra vez el mar, pero el abierto, no el de la marina. y allí está, azul, turquesa, refulgente, y algunos barquitos de pescadores que han regresado porque el viento es demasiado fuerte como para pescar. algunas personas beben café en los cafetines, y un niño sorbe un helado que le ha ensuciado el rostro. entonces me doy cuenta de que aquí no hay mac donalds, ni burguer king, ni nada que se le parezca. eso vuelve al lugar aun más simpático. niños, se puede vivir sin esa porquería.

se regresa por calles otras, se pierde uno y se llega sin saber cómo a los barrios más humildes, de casas más chicas, con ventanitas cubiertas de plantas un poco resecas, y gatos desprolijos, un monasterio abandonado donde crecen una magnolia y algo que se parece a una orquídea gigantesca, si es que eso fuera posible, y en todas partes un olor nauseabundo, desconocido, irreconocible, que no se sabe de dónde viene y por qué. tan es así, que pregunta uno a qué se debe: son las fábricas procesadoras de aceite de oliva - una al pie de la montaña, tres más cerca de la costa- que están exprimiendo las olivas y lanzan un humo grisáceo y denso, que se convierte en una especie de nube que flota sobre los tejados y es lo que provoca ese olor tan desagradable. como la rosa y la espina, jamás hubiera pensado -por ignorancia, seguramente- que algo tan oloroso y exquisito como el aceite de olvida tiene ese olor inmundo antes de convertirse en tal. de modo que la belleza y la fealdad son las dos caras de la misma moneda, y la una sin la otra parecen no ser posibles.

de noche, la ensalada sabe más sabrosa con aceite virgen de Kalamata, que es más verde que el que conocemos, casi casi, como si fuera exprimido de piedras de jade y no de las aceitunas enormes que hasta no hace tanto colgaban de los olivos en los campos cercanos.
 

jueves, 5 de febrero de 2015

kalamata 2, buscando el mar

el mar queda hacia el Sur; dicen, unos dos kilómetros, no más, en línea recta.
vaya definición de línea recta en el país del laberinto del Minotauro. es cierto, las primeras cuadras son, efectivamente, en línea recta, y uno confía: allá hacia donde apunta la nariz, seguramente esté el mar.

la ciudad despierta de a poco. las calles angostas y los callejones conocidos de la colina, donde están las ruinas del castillo más viejos de todos, se abren y ensanchan en plazoletas y plazas y explanadas con iglesias ortodoxas que ya brillan a la luz clara del fin del invierno. las cúpulas que coronan los torreones iluminados por los ventanucos circulares, que desde el interior dan un efecto diáfano a esa fe, resaltan en el cielo azul y otean por sobre los tejados del pueblo. pronto el terreno se hace llano, y la avenida es un sinnúmero de cafés y cafetines con toldos multicolores, aún vacíos. de un lado; del otro, las tiendas de todo tipo, instituciones, colegios, un hospital, farmacias, ferreterías, zapaterías elegantes y boutiques que parecen salidas de Milán o París; pero basta con alejarse una o dos cuadras de la principal, para que las tiendas se vuelvan mercerías, almacenes, estrechos y  olorosos lugares donde se muele el café a la vista, o se venden sahumerios o ropa de invierno a 3 euros la pieza o hierbas curativas y tés del campo, higos secos, ajos enormes y perfumados, o los bonitos pañuelos de seda y los manteles bordados con los colores de las aceitunas, que representan a Kalamata.

la senda para la bicicleta ocupa buena parte de la acera y es respetada a rajatabla. hay un tránsito regular, controlado, amable. no suenan bocinas ni hay frenadas; no hay ruido, una sensación rara para quien viene de algo tan desagradable como Montevideo.

pronto parece que el Sur ha desaparecido, la avenida se angosta, se enrosca sobre sí misma, se mete por parques y baldíos, y en todas partes olivos y naranjos llenos de fruta, de modo que en el aire hay olor a azahar, a naranja un poco pasada, el olor dulzón que también recuerda al trópico. en la espalda, la montaña. la nariz-brújula se confunde, empieza a hacer calor, se sigue, terco, y aquí y allá se pregunta: el mar? el mar? nadie parece sorprenderse con la pregunta y todos responden lo mismo: allá, derecho, derecho, derecho. siga derecho.
pues derecho habrá que seguir, como se pueda. en el mapa todo parece tener sentido, pero uno se pregunta si los planos realmente representan la realidad o simulan otra, para que el perdido sienta un poco de confianza y continúe. quizá fue  Borges quien dijo que el mapa perfecto superaba al territorio.

por fin, casitas bajas, pobres, con vidrios rotos en las ventanas, y jardincitos florecidos y boyas que cuelgan de vallas pintadas a la cal; redes; viejos sentados en la vereda arreglando anzuelos, de boina y sacón oscuro, y un lejano, lejanísimo viento y rumor a oleaje. unas cuadras más, no puede estar tan lejos, si ya casi no quedan calles. apenas unas tabernas vacías, desmanteladas, capaz que restos de un verano que ya pasó. restos de la otra Grecia.

y por fin, el mar. el puerto. y detrás de las escolleras, el mar como furioso, con olas que rompen unas especies de diques de varios metros de altura y embarcaciones de más de 10 metros de largo. no son los yates coquetos de punta del este; no es la marina de san diego; es un puerto de pescadores a mar abierto, y en todas partes la bandera azul y blanca de Grecia, que alguna vez supo ser, también, dueña de los mares. los nombres de las calles son emblemáticos. Herodoto, Aristóteles, Nikodemos, y otros, que suenan a horizontes lejanos y tierras ignotas. y un faro, y los mástiles que son como brazos correosos.

dos horas más tarde, ya la ciudad está viva. los cafés en la avenida rebosan de gente; no hay turistas de ningún tipo, son locales, gente joven y gente vieja, mayormente vestida de color oscuro; uno piensa que acá viven las mujeres más bonitas del planeta, y los hombres más elegantes y bien educados. cosa curiosa: no hay obesos, ni gordos;  la gente es amable, saluda, ayuda si uno hace una pregunta. la gente sonríe, lee el periódico en el café, hace vida de ciudad. los buses no hacen ruido, se respetan las cebras y hay muchísima gente mayor haciendo compras.

un poco más allá, nuevamente en el laberinto que anuncia el fin de la city y el principio del casco viejo, una tienda vende quesos, yogures, aceite y panes artesanales. es imposible no entrar. la tendera es gentil, bien dispuesta, habla un poco de inglés, me recomienda un tipo de yogurt de cabra, "más dulzón que el de vaca" (tiene razón). le pregunto cómo se siente en relación con las elecciones. dice que antes, con el gobierno viejo, para Grecia las cosas fueron muy duras. ahora, dice, también lo serán, pero tenemos que pelear y eso es lo bueno. le pregunto si cree que algo cambiará. dice que sí, sobre todo eso, que aunque la cosa sea dura, será dura en la pelea, no como antes. sonríe. hace tres años, la primera vez que estuve aquí, lo noto ahora, no había esta esperanza en la gente. quizá de eso se trate, de que syrisa le ha devuelto la esperanza a la gente. le pago. por ahí cerca está el obelisco del 23 de marzo de 1821, día de la independencia. un poco más allá, la iglesia donde ser armó la revolución. está abierta. hay algunos viejos sentados; es diminuta, una pareja joven enciende una vela; hago lo mismo. está fresco y silencioso; afuera unos niños corretean, y una escuela está a punto de entrar al museo antropológico. maestras que corretean y piden calma y niños excitados, eso ha de ser universal. aquí, en Montevideo o en Beijing. más allá, una callecita enteramente adornada, de fachada a fachada, con banderines de colores y macetas con geranios en los portales. en algunos balcones, ropa secándose. en un jardincito pobre, un gato dormita al sol, rodeado de gallinas.

en una esquina, una mujer sin edad, sin dientes, y con los pies cansados de caminar, quiere leerme el destino. carga una bolsa de naranjas y tiene los ojos celestes y vivos. capaz que tiene cien años. me hace pensar en Mnemósine. vaya uno a saber cuántos destinos de otros lleva dentro de sí y en silencio,  y otros, como yo, no le prestaron atención y se quedaron sin saber.

 

miércoles, 4 de febrero de 2015

Kalamata, 1


desde Montevideo, son un sinfín de horas, en bus, en avión, en bus, en bus, en bus. se sale a las 12 del mediodía de un lunes y se llega un martes a las 10 de la noche (cuatro horas de diferencia, eso hacen las 18 horas locales). en Madrid hace frío. en Atenas hace frío. Montevideo era un horno.

la terminal en Atenas no se compara con la de Tres Cruces; si Tres Cruces es caótica y desordenada, la de Atenas, que queda en la otra punta de la ciudad, a una hora en bus, el X93, es ruidosa, una babel de idiomas y cosas que se venden - y se regalan, vaya uno a saber por qué- y personas que preguntan si ese bus va a dónde, y uno confía en haber entendido al boletero cuando dijo "andén 30 o quizás 31" y espera, y como la gente pregunta si desde allí sale el que va a Kalamata, uno termina confiando en ese maravilloso invento que es la masa crítica y espera. puntualmente a las seis, un hombre que fumaba dentro del bus -acá todos fuman en todas partes, gracias a todos los santos, el doctor futuro presidente no los convenció todavía- sale, abre el depósito y otro hombre mete como puede los bultos y las maletas y cajas envueltas y encomiendas. de pronto se hizo la noche, y es una pena, porque la primera parte del trayecto transcurre por una especie de península angosta que se adentra en algún mar. llueve, hace frío, el chofer escucha sirtaki suavemente y uno se dice que ha llegado a Grecia, por fin, recuerda a Leonardo Senkman diciendo que Grecia -esta parte al menos- es la puerta de entrada a Medio Oriente, y agradece la sabiduría ajena.

Casi cuatro horas después, en la terminal nos bajamos unas cinco personas. consigo un taxi. nadie habla inglés. señalo en el plano adónde quiero ir -me han dicho que es a dos minutos a pie de la terminal, pero con lluvia y tanta oscuridad, un taxi parece algo más práctico. el conductor se pierde. le digo cerca de una iglesia (lo poco que sé decir en griego) y él me muestra varias iglesias -parece un tour por el vaticano, vamos-, pero ninguna es. se pierde y yo no sé qué más explicarle. ni mi escaso griego ni su imposible inglés son de ayuda. dice: volvemos a la terminal. allí, quiero pagarle el viaje, no ha dejado de ser un tour extraño, pero se niega. busca a otro taxista, uno un poco mayor. vuelta al plano, al mapa, a la iglesia. ah, dice, clarísimo. estamos muy cerca. hubiéramos empezado por ahí, me digo, pero imposible traducir eso. al fin, me deja al principio de la calle Gortinias (que se pronuncia iortinias), porque es demasiado angosta y el auto no sigue. llueve a cántaros. se compadece y me pregunta si sé a qué casa voy. por supuesto, le digo, a la 21 (es todo lo que sé). buena suerte, dice, y me deja ante algo empinadísimo, angosto y de piedra filosa. maravilloso para una maleta. no hay un alma en la calle, ni un gato ni un perro ni un cristiano. nada. por ahí se ve la cúpula de la mentada iglesia. encuentro la llave. llegué. salgo a la terraza sin que importe que llueva y haga mucho frío. es cierto, desde aquí se ve la bendita terminal. a dos cuadras, exactamente. mañana ya no me perderé. todo son techos de tejas rojas, como en Lucca, como en otras ciudades que fueron amuralladas y crecieron en la edad media. callejones angostos para defenderse, casas cuyos patios y jardincitos se conectan entre sí, como las callecitas de Curacao que se defendían de los piratas. ya alguien habrá escrito -creo que Eco, para variar- sobre las ciudades en la Edad Media y cómo eso (sobre eso escribió Calvetti y el inicio del miedo ante el Otro) definió al burgués (futuro habitante de un burgo) -pero siempre maravilla ver la Historia recreada una y otra vez, salida de un libro y vuelta tangible y real.
mañana será otro día.

amanece frío, sin lluvia, con algo de sol que enrojece los tejados ya rojos y se escuchan los primeros ruidos de la ciudad que se levanta. los limoneros y los naranjos están repletos, y no dejo de pensar en "all you need is love", la película de susanne breier, que es un homenaje a estos frutales. invita a salir. invita al mercado que queda cerca y hacer las compras. allá vamos. las callejuelas se llenan de a poco de mujeres y hombres viejos que van a la feria; de jóvenes en motoneta que van a contramano en calles sin aceras y se ríen cuando de un salto me meto en un zaguán; en el mercado hay de todo, también sacerdotes ortodoxos, con esos sombreretes cuadrados y las barbas blancas que los hacen parecer tan sabios; mujeres que venden cebollines florecidos de algo parecido a las azaleas que huelen bien; con verduras cuyo nombre y uso desconozco, y otras que sí, y volvemos a la prácitca del índice para señalar lo que se quiere y los dedos para decir la cantidad, y los feriantes, como en todas partes del mundo, son cosmopolitas y simpáticos y vocean y en griego en chino o en camboyano o en alemán o el chileno, el voceo se entiende y dan ganas de cocinar todo. ante los pescados uno duda: cómo se prepara algo de eso? mejor para después. lo mismo en las tiendas que venden carne de cerdo y vaca que cuelga de los pinchos, y en otras partes venden chorizos y embutidos por el estilo en unos jarrones de cerámica enormes, y claro, las famosas aceitunas negras de Kalamata, y las frutas y los frutos secos. y hay gitanas, también, y algunas mujeres musulmanas con la cabeza cubierta, y el diarero y un panadero y la rosca de sésamo y girasol que es típica e irresistible, y tan luego el retsina, un vino local que después de que se lo prueba una vez, siente la nostalgia para siempre. se pierde uno un poco en las callecitas intrincadas, pero bien dicen que todos los caminos van a Roma, así que Roma en alguna parte ha de estar y allí está. claro. un perro ladra, las campanas en el campanario suenan y no son una grabación, y alguien practica escalas en un cello (me recuerda a Jordi y a Renata en Lucca) en un balcón.

más tarde, perderse realmente. entonces se llega a una placita dentro del corazón del laberinto, una placita en la que hay tenderetes, con pañuelos de seda y koboloi a la venta, y abrigos gruesos y estampitas y sahumerios y jarras para hacer café a la turca, y otro sinfín de cosas cuya utilidad es incierta, y muchos gatos (eso es una buena señal) y mujeres de negro que saludan "kalimera, kalimera" y después dicen "iasas"; una fuente y un tenderete que es apenas un mostrador con un hombre de ojos muy celestes y barba como de Rasputín y hago el gesto de un pinchito y otro dice: suslaki, y quiere saber si de cerdo o de pollo, y me alzo de hombros, la madre es la cocinera y el vendedor la rezonga porque demora, la mujer me mira y nos sonreímos: los hijos siempre son impacientes; y hay varios griegos allí, de entre cuarenta y sesenta años. me preguntan de dónde soy y digo de uruguay y dicen: qué lejos, y es cierto, qué lejos. pero por fin alguien sabe dónde queda (y por segunda vez nadie dice: pepe! y lo agradezco), y entonces pregunto por las elecciones, por syrisa, por lo que esperan. el cuarentón me explica: los jóvenes lo votaron, pero nosotros, los viejos, los que perdimos el trabajo, tenemos esperanza. los últimos cinco años fueron terribles, el salario se fue a la mitad y los precios al doble. mi mujer se quedó sin trabajo. confiamos en syrisa. digo: esperan que algo cambie? dice: si cumple con la mitad de lo que prometió, ya será otra cosa. hace cuatro años, esto fue terrible. sí, le digo, yo estaba aquí. lo recuerdo. él insiste: necesitamos un cambio. creo que puede hacerlo. y además, los jóvenes creen en él. ganó gracias a los jóvenes. le brillan los ojos. es interesante que alguien crea en los jóvenes. después grazna un cuervo y sé que es buena señal.
y agrega: grecia estaba como argentina. terrible comparación, me digo, porque realmente suena a que ambos países estaban al borde. después dice: ve esa iglesia que está ahí? y justo frente a nosotros hay una construcción bizantina, semi curva, de ladrillos amarronados, con la bandera de Mesina y la de Grecia. dice: acá, en Kalamata, en este mismo lugar, en esa iglesia, nació la revolución, cuando la independencia de los turcos. fuimos nosotros, los de Kalamata que gritamos: independientes o muertos! y salimos de aquí, de esta iglesia, en 1821. está orgulloso, y es contagioso el orgullo. dice que la iglesia fue parcialmente destruida en el terremoto de hace años, pero que luego la reconstruyeron y que es el símbolo de la rebeldía de Kalamata. en uno de los muros, una pareja de edad mediana, que habla en francés, también come un suslaki con papas fritas y pan embebido en aceite, lo mismo que acabo de comer yo por 1,30 euros. sabrán que comen dándole la espalda a, por ejemplo, una barricada de la revolución francesa? no creo, o capaz que no les importa. a quién le importa la revolución a esta altura? pues a estos griegos parece que sí, y de algún modo se me ocurre que fue una asociación con mis preguntas por syrisa, pero esto puede deberse a un natural optimismo histórico. en todo caso, mañana preguntaré más, y qué opinan de la dura Merkel, la que le devolvió a Alemania su reinado,  y de salirse de la zona euro. por ahora, todo está en euros, aunque todo todo todo está escrito en griego, y hay que aprenderse el alfabeto para comprender un poco, si se recuerda a Homero y al cantar de la Iliada. tantas palabras le debemos al griego!

después regreso, tomo un canasto y recojo naranjas y limones. mañana caminaré 3 km al sur, hasta llegar al mar, al puerto.