En House of Stone, Anthony Shadid dice que "bayit" en árabe significa casa, pero que la connotación del término es mucho más amplia y que se refiere a hogar y familia. "En Medio Oriente", agrega, "bayit es sagrado. Los imperios caen; las naciones desaparecen; las fronteras se mueven o se realinean. Viejas lealtades se disuelven o, sin previo aviso, son alteradas. El hogar, no importa si es una estructura o la tierra familiar, finalmente, es la identidad que no se desintegra".
Bayit o beit, como también se ve escrito en algunos carteles: es que a 20 km al sur de Beyrouth se encuentra Beit Eddin (casa de la religión), donde el príncipe Emir Bashir (1788-1840) construyó el palacio que alberga los mosaicos bizantinos más imponentes del mundo, palacio que se conoce también como la "alhambra del Líbano", así como los baños inspirados en los romanos (frío, templado y caliente) y las salas de negociaciones y los techos tallados en cedro...
Y ese lugar prometedor se encuentra en uno de los valles del Mont Lebanon, una de las cadenas montañosas donde crecen los cedros que son el símbolo del país (y que lo hicieron codiciado en la antigüedad), el Shouf, que en árabe significa "¡mira!" porque el paisaje es realmente un sueño.
Pero para llegar allí hay un principio. Y el principio se llama Nakhal agency, que ofrece tours por todo el país, uno que lleva precisamente a Beit Eddin, Deir El Kamar, Los cedros de Barouk, y termina en Baytna, un caserón de casi 300 años, construido a la manera típica libanesa "piedra por piedra", tal como describe Shadid en el libro mencionado. En Barouk nació el poeta Rashid Nakleh, autor del himno nacional del Líbano, y el punto más alto de este valle es la montaña Jabal el Barouk, a 2221m sobre el mar. Porque, más allá de estos picos nevados, el Mediterráneo corre a todo lo largo del Oeste del país.
En la agencia esperamos, una guía turística libanesa que habla español con acento francés, al resto del grupo, que demora. Por fin, los vemos llegar. Se trata de cinco hombres jóvenes oriundos de Arabia Saudita, que hablan árabe a altísima velocidad y que trabajan al norte de Beirut, a 20 km, en una compañía papelera. Tienen el día franco y coincidimos en este viaje. Lo que quieren es ver la nieve del Mont Lebanon, el resto no les interesa demasiado. De modo que ni la Iglesia (ortodoxa) de San Jorge (patrón de Beirut y del que se dice que venció precisamente aquí al dragón), ni las ruinas de los baños romanos, ni la comandancia de los otomanos durante su mandato, ni el Museo Nacional con las esculturas de los niños en agradecimiento al dios Eshmun (que curaba niños), ni la base de la columna persa y su capitel con los dos caballos siameses, ni las tumbas bizantinas que recuerdan el mito de Aquiles, ni las tumbas con cabeza humana y cuerpo de ataúd (griegas) ni los mosaicos que narran el rapto de Europa... nada de eso les interesa demasiado.
Y después tomamos la autopista, rumbo al Sur, y pronto se ven los caseríos y los edificios humildes donde me han dicho que viven los refugiados palestinos; con el Mediterráneo a los pies; y después se llega a Damour, poblado que fue completamente destruido durante la guerra civil, y que comienza a recuperarse, el perfil de una iglesia y de una mezquita contra el cielo que se ha vuelto del color del plomo y amenaza lluvia. En Damour hay un parador, Dagher, que ofrece una variadísima oferta de panes de todo tipo, así como de -llamémosle- sándwiches, aunque no lo sean, o "tortitas" de masa salada cubiertas por diferentes acompañamientos, como los zaa tai, con una pasta de aceite de oliva, orégano y semillas de sésamo, o los keshek, con un manto que parece dulce de damasco, pero que resulta ser queso de cabra horneado y un poco picante. La lista es larga; el café negro es sabroso, y la lluvia que se desata no impide que todos fumemos bajo un alero que apenas nos protege. Unos kilómetros más adelante, la autopista se bifurca y nos detenemos ante un puesto del ejército. Nos miran, el conductor muestra sus papeles, saludamos y nos dejan pasar. Entramos en el valle, comenzamos a subir la montaña. Madelaine, la guía, explica que allí es el cruce de dos ríos, y efectivamente allí está, un río encabritado y marrón, poderoso, que me recuerda al Urubamba, y el paisaje también recuerda al de ese valle peruano (habría que ver en qué paralelo quedan ambos países y si hay algún parentesco geográfico entre ambos).
Nos recibe un caserío, "Kfarhim", en el que sólo viven católicos maronitas y drusos; no hay musulmanes. El detalle curioso es que el primer kiosco de todos, el que está a la entrada, luce un cartel descolorido y en tonos horriblemente rosado-amarillentos, donde leo claramente "yerba mate elaborada". El kiosco está cerrado, y no queda claro si siguen vendiendo yerba mate elaborada, si "elaborada" es la marca o es lo que la distingue de otras (en caso de que haya otras), ni por qué en Kfarhim alguien vende yerba mate. El camino se angosta, y de un lado y del otro surgen casas construidas con la piedra amarilla y blanca de las canteras, la misma piedra que se usó para reconstruir la ciudad vieja en Beirut, y que le da a los edificios ese color tan particular. Madelaine dice que aquí vivía un hombre muy pobre, llamado Mosse, que soñaba con tener su propio palacio, y que empezó a construirlo a los 15 años. Cincuenta años más tarde lo terminó, y lo convirtió en un museo popular. Efectivamente, es un palacio, con almenas, torreones, y lo que lo distingue es que cada piedra -cada piedra- tiene un dibujo único tallado. Nos detenemos allí, y entonces aparece un auto negro, bastante deteriorado, del que desciende un hombre con un enorme bigote, vestido de negro, que saluda, abre la parte de atrás, y aparece un conjunto de cajones y cestas con dulces de todo tipo, que nos ofrece, que los probemos, un regalo en la mitad de la lluvia y el frío. Higos rellenos de nueces; damascos con queso y nuez; almendras ahumadas, galletitas de sésamo, nuez e higo; y otros dulces que desconozco, pero que son igualmente deliciosos. Y así como apareció, se despide, cierra el auto, arranca y desaparece en el camino de la montaña.
Y de pronto, el sueño de los sauditas se cumple: porque hay nieve aquí y allá, ha nevado no hace mucho y todo está cubierto de ese manto blanco que tanto los sorprende y los emociona, tanto que hay que detenerse, porque quieren tomar fotografías, tocar la nieve. Salimos, hago una bola de nieve y se la tiro a uno de ellos, Ahmed (se pronuncia ajmed), y como está helada, es como una pelota de tenis y él se la tira a Fahad, que la recoge y se la devuelve a Caled. Y así, parecen niños y no adultos, no técnicos, ni consultores ni entrenadores ni nada de lo que son que los trajo a trabajar al Líbano, porque se divierten jugando con la nieve y riendo y dando saltitos y pegándose algún resbalón.
El almuerzo en Baytna, en la casona de piedra que tiene 300 años, y que mira al valle de Barouk y los cedros, es típicamente libanés, y parece no tener fin. Entradas varias, con pan lavash, que me sirven ellos, cortado con la mano, humus de garbanzo y de berenjena, y labne con menta; los rollitos de repollo y arroz; la ensalada de pepinos y pan frito; y tan luego lo que se parece al suslaki griego, de pollo y de carne roja, algunos picantes, otros no; aceitunas negras y aceitunas verdes; salsa de ajo; los miro servirse y trato de imitarlos, hundir el pan lavash en el humos y hacerlo un rollito; pescar la verdura y agregarla, y disfrutar y fumar y fumar y reír. Hablan árabe, pero a veces se acuerdan de que estoy allí. Entonces cuentan de sus hijos (la mayoría tiene hijas mujeres, una gran casualidad) y dicen que el islam permite tener hasta cuatro mujeres. Digo: pero si una mujer ya supone "problemas", a quién se le ocurre querer tener cuatro! Se ríen y quieren saber si tengo marido (pícaros, me digo, pero no quiero ofenderlos: no me preguntan cuántos maridos tengo...). Hablamos. Les pregunto si son musulmanes, dicen que sí. Quiero saber entonces si sunitas o shiítas, y se sorprenden y que cómo es que conozco esa diferencia. Hablamos de eso, del heredero del Profeta, y de que en realidad, no hay tal diferencia. De los cinco que son: Ahmed Anqoor, Caled Faki, Mohammed Zuhar, Fahad Alsuderi y Ali Dahan, cuatro son sunitas y uno es shiita. Pero dicen que se entienden bien, que son amigos. Y el jefe es cristiano. Entonces me preguntan si soy cristiana y digo que no. Para no entrar en disquisiciones que pueden ser ofensivas (todavía recuerdo las discusiones con Susy, de Indonesia, que no comprendía cómo un país podía ser laico y una persona declararse atea), respondo que soy budista. Ah, dice Fahad, que es el más simpático y viajado, "Buddha", y eso dirime la cuestión. Ahmed entonces le pide a uno de los camareros una narguila, y le traen una maravilla de metal, con los carboncitos encendidos y una suerte de boquilla, roja para él, verde para mí. Me invita a fumar, me hace lugar a su lado. Qué delicia! No es la primera vez, pero este tabaco es perfumado, dulzón, exquisito. ¿Dejaría los Marlboro por esto? Sin dudarlo. Habrá que pensar un poco sobre el asunto.
Luego traen los dulces y las frutas y el café "turco", que se bebe en tacitas diminutas y tiene que estar casi hirviendo. Fahad, que es con quien he entablado conversación y parece el más cosmopolita de todos, me muestra fotos suyas de hace un año, en Arabia Saudita, vestido tal como se visten para las fiestas: con el largo traje blanco, el turbante rojo y blanco. Parece un sheik salido de las mil y una noches. Después, me muestra otra fotografía en el desierto, con el largo vestido negro -que protege del sol de día y es caliente de noche- y realmente parece otro, desconocido. Ali Dahan me dice que le gustaría quedarse a trabajar en Líbano, y todos están de acuerdo en que el Líbano es mucho más bonito que Dubai, que es "moderna, ruidosa, sólo para hacer compras".
Madelaine propone detenernos en Deir El Kamar, recorrer el pueblo que es únicamente peatonal, ver las casonas viejas, las terrazas en la montaña en las que crecen los olivos; visitar un museo que parece muy interesante. Pero ellos sólo quieren ver nieve, y unos kilómetros más adelante piden para bajarse a tomar fotos y volver a jugar con esa cosa helada que es tan escurridiza. Desde la van, Madelaine, el conductor y yo los observamos y escuchamos sus carcajadas, y lo graciosos que quedan con las bufandas que se compraron de apuro debido al frío y que se ponen como si fueran turbantes. Después nos volvemos, bajamos la montaña, atravesamos el paso del ejército, y vemos el Mediterráneo. A punto de entrar a la ciudad, Madelaine saca un mapa y nos recuerda dónde estuvimos y el lugar que ocupa el Líbano, tan pequeño -unos 10 mil y algo de kilómetros cuadrados y sin embargo, uno de los sitios con más caudal acuífero: quince ríos en el territorio es un número altísimo, dice- y dice: limita al Norte con Siria; al Este con Siria y con Jordania; al Oeste con el Mediterráneo - 230 km de costa continua en ese mar, de donde salieron los fenicios a recorrerlo-, y al Sur con Palestina.
Pienso en el orientalismo de Said, y en que una descripción geográfica también es una definición política.
Entrar a Beirut supone una hora, debido al tránsito pesado. Luego, un automóvil de la policía detiene a un auto y lo aparta de la ruta. Los árabes lo notan y lo comentan; ni Madelaine ni el conductor parecen sorprendidos o preocupados. Madelaine me ha dicho que debido a la guerra, ya no reciben turismo. Es una pena, le digo, la ciudad y la región son hermosas. Vale la pena conocerlas. Sonríe. "la guerra lo cambió todo. Las guerras no son buenas, ninguna guerra lo es". En los edificios que aún quedan de la época se ven las heridas en las paredes, agujeros de disparos, granadas, bombas. En la Iglesia de San Vicente de Paúl -que será reconstruida en algún momento- en un agujero enorme cuelga una tela negra que parece un enorme águila de alas desplegadas, impresionante bajo la lluvia. Un poco más allá, la tumba de Rafik Hariri, primer ministro asesinado en el 2005, cuyo aniversario se festejó el 15 de febrero, y que visitamos antes de dejar Beirut, completamente cubierta de flores blancas. Y más abajo la Plaza de los Mártires, en conmemoración de la independencia de los otomanos, escultura enorme que fue lacerada durante la guerra civil, y que la han dejado como está, doblemente mártires.
Y después los enormes edificios de más de 40 pisos y el Mediterráneo.